Pamplona, la ciudad donde vivo, padezco y me enredo, donde me harto de ella y donde disfruto de su provincianismo flaubertiano, donde los últimos días de verano huelen como las amantes más bellas, donde todo el mundo tiene un odioso destino, sobre todo en invierno, y donde reina el orden, la autodisciplina y la obsesión por la salud, pero también donde los vicios más escandalosos rompen los moldes de una ciudad que es rehén de prolongado estreñimiento político. Aquí vivo y soporto a mis gobernantes municipales. Mejor dicho, no los soporto, pero la dictadura de una democracia incompleta, me obliga a reconocerlos. Hago como que no veo y miro para otro lado. Pero hoy no he podido. Hoy el Pleno municipal (apoyado por UPN y PSN) ha condenado, sí, condenado el despliegue de una bandera, la ikurriña, el día 6 de julio en pleno chupinazo sanferminero. No me digan que esto no es una patología para hacérsela mirar. Por mucho que el acto en sí rompa las normas y las formas. Y esto tambié