Poco a poco la ciudad iba convirtiéndose en un gran queso de gruyere. Desde el cielo podía contemplarse una especie de territorio lunar sobre el que operaban todo tipo de profesionales de la deconstrucción. Abierta en canal por unas taladradoras de dientes plateados, la ciudad que, en tiempos había sido un destacado mercado, hoy era un gigantesco socavón que dejaba al descubierto los desechos del pasado. Por debajo de la línea de flotación, que esta ciudad mostraba sólo una semana al año, empezaron a emerger las estrías del tiempo. Los surcos que la historia había marcado a sangre y fuego. Todas las ciudades que aquella capital de provincias habían sido, volvieron a brotar por obra y desgracia de aquellos gigantescos bisturíes que la sajaban. Allí aparecieron viejos palacios, pergaminos llenos de historias, estatuas de mármol y monedas de oro. Hasta los sueños enterrados de sus antiguos pobladores se desperezaron. A esa situación se había llega
El blog de Paco Roda