Acaba el Dakar suramericano y veo a esos aventureros de rebajas, arrasando las tierras de la América más jodida, -antes ya habían jodido el Africa más mísera- subidos en una moto que brama en los desiertos y pedregales, y se me mueven las vísceras. No se a qué están esperando algunas organizaciones para meterle mano a ese impresentable rally que lleva años escupiendo arena ardiente sobre la memoria ultrajada de Africa y America del Sur. Cada vez que las televisiones de ciento sesenta y cinco países muestran esas imágenes de coches llenando de polvo las aldeas empobrecidas por las que atraviesa el Dakar, siento un escalofrío de indignación. Esa carrera de pijos insensibles recorre miles de kilómetros por tierras de miseria, explotación, violencia, emigración y hambruna, tantos como los que tenía la travesía forzada que un día emprendieron los esclavos que partían de Dakar rumbo a América para ser explotados y aniquilados por la colonización blanca. Hoy, Europa se blin