Hubo un tiempo en que mandar una carta era un asunto muy serio. Tanto como recibirla. Y para eso estaban los carteros. Y Correos, claro. En ese tiempo no se hablaba otra lengua que la del desamparo, por eso se escribía más. Y Correos era arte y parte de la vida. Por ejemplo, tu ibas a echar una carta y la metías en la boca del león y sabías que aquel cabezón con la boca abierta de par en par avalaba la inviolabilidad de la correspondencia. Eso era seguridad. Tu entrabas en este edificio del Paseo de Sarasate, diseñado por el arquitecto Joaquín Pla Laporta que abrió sus puertas a los primeros usuarios el 20 de abril de 1926 y sabías que estabas en el centro, si no del mundo, sí de aquella Pamplona que se desayunaba con un sol y sombra. Por allí circulaban cartas de amor que luego se convertían en invitaciones de boda, telegramas anunciando la muerte de un pariente e incluso notificaciones del notario. Entonces, decirse algo era un asunto de Correos. Pero eso era cuando Correos era una
El blog de Paco Roda