Hubo un tiempo en que mandar una carta era un asunto muy serio. Tanto como recibirla. Y para eso estaban los carteros. Y Correos, claro. En ese tiempo no se hablaba otra lengua que la del desamparo, por eso se escribía más. Y Correos era arte y parte de la vida. Por ejemplo, tu ibas a echar una carta y la metías en la boca del león y sabías que aquel cabezón con la boca abierta de par en par avalaba la inviolabilidad de la correspondencia. Eso era seguridad.
Tu entrabas en este edificio del Paseo de Sarasate, diseñado por el arquitecto Joaquín Pla Laporta que abrió sus puertas a los primeros usuarios el 20 de abril de 1926 y sabías que estabas en el centro, si no del mundo, sí de aquella Pamplona que se desayunaba con un sol y sombra. Por allí circulaban cartas de amor que luego se convertían en invitaciones de boda, telegramas anunciando la muerte de un pariente e incluso notificaciones del notario. Entonces, decirse algo era un asunto de Correos. Pero eso era cuando Correos era una empresa pública y todo dios aspiraba a una plaza allí.
Pero hoy entras aquí y se te cae el mundo encima. Porque en vez de una oficina pública parece que entras en un bingo donde te ofrecen de todo menos sellos de correos. Ahora entras allí y puedes contratar ofertas de luz y gas, de Repsol o Endesa, te ofrecen seguros de Mapfre y hasta es posible realizar operaciones bancarias. Además de comprar lotería los 365 días del año.
El coste de todo este proceso de privatización encubierta es la “amazonización” de un servicio que acumula 15.000 empleos perdidos en el Estado y la brutal precariedad y eventualidad de su plantilla que hace aguas.
El ultimo responsable de todo esto, porque otros le han precedido en la depredación de Correos, se llama Juan Manuel Serrano, es el gran jefe, un tipo que tal vez nunca escribió ni envió carta alguna, ni compró un sello, ni esperó paquete alguno haciendo cola, ni metió su mano en la boca del león. Quizás porque la metía en otro sitio. Pasas por aquí y ves gente, sí. Pero pareciera que estás en la cola de un supermercado
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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