Hace años me di de baja de la multinacional de la fe católica. Y, aunque no
me dieran el finiquito, ni siquiera en diferido, no les guardo rencor. Así que
no vean sus eminencias resentimiento alguno en estas líneas. Ni esos pecados
que ustedes, desde la refulgencia de sus reflexiones, suelen observar en los ateos
declarados. Hace años conocí a muy
buenos curas. Los frecuenté en la Parroquia Virgen del Río, en la Rochapea más
castiza y dura de los años setenta y ochenta. Lino Otano, Jesús Mari Astiz,
Carlos Armendariz, Patxi Erdozain, Patxi Larrainzar y otros tantos fueron la
quinta columna de una Iglesia comprometida. Al menos en la que ellos creían.
Ese dream team de la heterodoxia católica
del momento y otros curas obreros de aquella Pamplona que vivía a
golpe de barricada, huelga y manifestación, fueron icono
ético y social de un tiempo que creímos único. Ellos navegaron a lomos
de una fe que movía y removía los
cimientos de una Iglesia en transición. Muchos de ellos pagaron cara su osadía,
su fe y compromiso con los pobres y necesitados de aquel momento. En la
memoria de Pamplona falta este capítulo de agradecimientos.
Hoy no sé donde encontrar curas como aquellos. No sé donde están los
prelados navarros, dónde escuchar aquellos
sermones que levantaban pasiones. No sé por
qué la curia pamplonesa no se
moviliza ante este tiempo de sangrante desempleo, de
crisis, de enfermedad, de hambre emergente, de vilezas, recortes,
desfalcos y malversaciones, de corrupción y de mentiras con rango de ley. ¿Dónde están? Tal vez en el invernadero
donde su Dios se marchita hasta la eternidad.
Un amigo infiltrado en la sede arzobispal de Pamplona me dice que el OPUS y
los kikos arrasan en las nóminas de
las parroquias navarras. Mientras tanto, el Papa pide convertir los conventos
vacíos en asilos para refugiados para que la Iglesia no especule con ellos. O
este Papa no es mi padre o estos curas no son sus hijos.
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