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El viejo pino

El viejo pino no aguantó la embestida de un viento sin piedad, un viento enloquecido, como una llamada de teléfono de desamor. Dicen que cayó a cámara lenta, como queriendo agarrarse al último suspiro de sus resecas raíces. El viejo pino tenía más de cien veranos y había sido testigo de noches de amor y de todas las lunas, de tormentas, granizos, vientos cierzos y “castellanos” y también de alguna guerra aún sin cicatrizar. Fue refugio de cientos de nidos y testigo mudo de miles de vuelos que los cernícalos convertían en piruetas de amor y de muerte. Cada año, llegado septiembre, cuando la luz desciende sobre los pimientos recién asados, el pino crecía varios milímetros. Lo hacía, dicen, para oír mejor el repique de campanas que anunciaban una procesión desde tiempo inmemorial. Y también dicen, quien lo ha visto crecer, que en algunas noches recargadas de estrellas, se podía oía su respiración que sonaba como un gemido. Entonces, algunas gentes se arrimaban a su tronco para encontrarse a sí mismas. Cuando avisaron de su caída, una noche tórrida de julio, quise fotografiar su alma. Entre los recovecos de su tronco enfermo, encontré formas empotradas en mi propia memoria, desde pesadillas góticas hasta ráfagas de anhelos frustrados. Entonces recordé su sombra, esa sombra que tantas veces fué refugio de un sol inmisericorde. Pero esa sombra ya solo puede encender las calderas del olvido. Dicen que ya nada será igual. Quizá. Pero por el hueco que ha dejado, dicen, ya se cuela un resplandor.

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