En un bar de carretera, poco antes de llegar a Aguilar de Campo, me paré para soltar lastre y reanimarme con un cortado. Era la hora de comer. El bar tenía un aspecto setentero pues aún servía los cubatas de whisky Dyc en vasos de tubo. Pero a esa hora olía a cocina castellana lo que hacia presagiar que el menú del día sería imbatible. Dentro del bar, un grupo de obreros de conservación de carretas salpicados de alquitrán elegían sus menús. La TV emitía un pleno del Congreso que enfrentaba al PP con el PSOE a costa de la corrupción. Mientras los políticos se empeñaban en defender el honor, la justicia y la importancia de los problemas de la gente común, aquellos obreros de carretera hacían oídos sordos. No lo hacían a propósito. Ellos iban a lo que iban, a comer para sostener aquella jornada y de paso, si se terciaba, como cada día, hablar del encargado, del tiempo, del contrato laboral y de las horas enganchadas al alquitrán como un pegamento esclavista. No se quejaban, hablaban
Lean a esta mujer. Háganlo para salir del armario o para destrozarlo con lágrimas en los ojos. Lean a Alana S. Portero como se lee a Genet, a Paul Preciado o a Valle Inclán. Con la tensión crujiendo tras cada salto de página, con la angustia que se siente cuando tienes un anzuelo atravesándote la garganta, con el dolor que se siente cuando una motosierra te trepana el cerebro. Porque todo eso nos pasa cuando leemos “La mala costumbre” . Porque esta novela autoficcionada es un descenso a los infiernos donde el dolor no tiene tregua. Pero también es una búsqueda incesante de ese cuerpo ajeno, extraño, propio y común que siente una rabia seca tras llegar al fin de la noche sin regalo alguno. Pedro Almodóvar recomienda leer esta novela para “hacerse una idea de cuánto sufrimiento, cuanto dolor, cuánto riesgo hay en el hecho de nacer en un cuerpo equivocado”. Yo creo que Almodóvar se equivoca. Pues no hay cuerpos equivocados. Hay sociedades, ideas, conceptos, ficciones equivocadas. Por