El viejo pino no aguantó la embestida de un viento sin piedad, un viento enloquecido, como una llamada de teléfono de desamor. Dicen que cayó a cámara lenta, como queriendo agarrarse al último suspiro de sus resecas raíces. El viejo pino tenía más de cien veranos y había sido testigo de noches de amor y de todas las lunas, de tormentas, granizos, vientos cierzos y “castellanos” y también de alguna guerra aún sin cicatrizar. Fue refugio de cientos de nidos y testigo mudo de miles de vuelos que los cernícalos convertían en piruetas de amor y de muerte. Cada año, llegado septiembre, cuando la luz desciende sobre los pimientos recién asados, el pino crecía varios milímetros. Lo hacía, dicen, para oír mejor el repique de campanas que anunciaban una procesión desde tiempo inmemorial. Y también dicen, quien lo ha visto crecer, que en algunas noches recargadas de estrellas, se podía oía su respiración que sonaba como un gemido. Entonces, algunas gentes se arrimaban a su tronco para encontrars...
Todo el mundo hablaba de Sirât, esa película del director Oliver Laxe que empieza con una fiesta rave sahariana y acaba en lo más parecido a la gran sinfonía oculta del dolor y la desesperación. Juan Zapater empezaba su crítica como si se hubiera fumado a Cioran de una sentada: “Desde que la luz muerde a la pantalla, queda claro que Sirât ha sido forjada con cine de estremecimiento y angustia”. Si te prometen algo así, o abres la ventana para que entre la oscuridad o te apuntas a Torrente. Elegí la luz de los Golem. A una hora sofocante y en un día que todo parecía trascurrir sin consuelo. Pero fue empezar esa música sin afecto ni paz alguna, brutal de Kangding Ray, y saber que algo hipnótico iba a ocurrir. Y ocurrió. Un padre y su hijo pequeño buscan a una hija y hermana desaparecida hace cinco meses por las ardientes arenas del desierto marroquí. Este pretexto sirve para narrar el viaje pedregoso de unos personajes sin más rumbo que la inmensidad del desasosiego. A ritmo de rave...