Todo el mundo hablaba de Sirât, esa película del director Oliver Laxe que empieza con una fiesta rave sahariana y acaba en lo más parecido a la gran sinfonía oculta del dolor y la desesperación. Juan Zapater empezaba su crítica como si se hubiera fumado a Cioran de una sentada: “Desde que la luz muerde a la pantalla, queda claro que Sirât ha sido forjada con cine de estremecimiento y angustia”.
Si te prometen algo así, o abres la ventana para que entre la oscuridad o te apuntas a Torrente. Elegí la luz de los Golem. A una hora sofocante y en un día que todo parecía trascurrir sin consuelo. Pero fue empezar esa música sin afecto ni paz alguna, brutal de Kangding Ray, y saber que algo hipnótico iba a ocurrir. Y ocurrió.
Un padre y su hijo pequeño buscan a una hija y hermana desaparecida hace cinco meses por las ardientes arenas del desierto marroquí. Este pretexto sirve para narrar el viaje pedregoso de unos personajes sin más rumbo que la inmensidad del desasosiego.
A ritmo de rave emponzoñada, esa excusa se va convirtiendo en un torrente de metáforas que abren las puertas de un universo caníbal. El primer sobresalto tardó en llegar, pero fue tan intenso que sentí que era alcanzado por el disparo perfecto. A partir de ahí Laxe nos lleva por caminos incandescentes donde unos personajes agarrados a un volante como si fuera un salvavidas, tratan de entender la angustia que se avecina. Llega un momento en que no sabes qué hacer, cómo interpretar lo que ves, lo que sientes; esa obsesiva presencia de algo que no sabemos si es el destino o la escabrosa casualidad del mal sobrevenido. Bum, bum, un estallido tras otro. Y al fin un horizonte vacío, una luz cegadora que no alumbra nada, solo desesperación. Como el reflejo inexplicable del presente.
Salí a la calle buscado respiro, consolación. El cielo protector de Paul Bowes que había planeado sobre aquella película arrojaba una plácida luz. Era verano y eso era suficiente.
A pie de obra
Noticias de Navarra
Hace 15 años escribí este artículo en Noticias de Navarra. Hoy hace 15 años de la muerte de este inmenso poeta catalán. Mientras algunos políticos analfabetos se enriquecen por el morro, mueren los poetas. A uno el cuerpo le pide mandarle a ese tal Galipienzo uno de los poemas de Miquel Martí i Pol, el poeta-obrero catalán muerto el martes pasado. Pero hay algunos hombres tan necios que si una sola idea surgiese de su cerebro, ésta se suicidaría abatida por su dramática soledad. Por eso prefiero seguir leyendo a este inmenso poeta que se ha ido en busca de un mundo donde reconstruir sus utopías. Miquel Martí i Pol fue una de las voces emblemáticas de la poesía catalana y un referente imprescindible de la identidad catalana. Un escritor de enorme carga emocional, un hombre que construía versos con los que se jugaba la vida en cada instante. Un obrero de toda la vida que empezó a trabajar a los catorce años en una fábrica de Rod...
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