Día sí día también, las persianas bajan de golpe. Sin un mañana más. En muchos escaparates cuelga la esquela “liquidación por jubilación”. Numerosos negocios cierran habiendo perdido la fe en la resurrección. Como esos 500 comercios que han cerrado en Pamplona en los últimos diez años. Un dato que conmueve y que sigue imparable, como la desesperante evolución de una enfermedad grave. La Infantil y Sombrerería Gutiérrez han sido los últimos. La droguería López sigue en cola.
Y sin embargo, este comercio es imprescindible. Porque genera redes de vecindad, identidad de barrio y procura seguridades invisibles. Estas tiendas nos orientan en la vida diaria. Sin ellas se produce un desapego del territorio que nos lleva a la indiferencia. Y entonces nos vamos. O nos echan.
A esta sangría se le llama gentrificación comercial, es decir, la sustitución de unas tiendas al servicio de las necesidades de la vecindad por otras al servicio de turistas o clientes fugaces. Esto empezó hace años y es común a muchas ciudades. En este sentido, Jorge Dioni dice que las ciudades se vacían, pero que no lo notamos. Creemos que están llenas porque vemos los cascos históricos llenos de personas, pero no es verdad. Están llenos de actividades al servicio de los flujos turísticos.
¿Pasa esto en Pamplona? ¿Está gentrificado el Casco Viejo? Pues falta un verdadero diagnóstico para confirmar unas tendencias evidentes que cuesta admitir.
Es verdad que no hay relevo generacional, que hay un cambio en los hábitos de consumo. Como es verdad que ya no necesitamos botones, ni betún para los zapatos, ni plumas estilográficas, ni brochas de afeitar. Y eso es lo grave. Que la economía de las cosas reales ha sido sustituida por la economía de las experiencias. Ahora compramos sensaciones, estímulos sensoriales, cosas sin alma. Y esos son los nuevos negocios que poco a poco llenan nuestras calles y vacían nuestras viviendas. Porque en este modelo la vecindad sobra. Lo que no sobra es la presión política y ciudadana.
Foto: Galle/Fototeca AGN
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorado...
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