Imaginen, imaginen por un momento, que Trump turistifica Gaza, que todo queda muy cuqui y en honor de los muertos judíos y el ensalzamiento de los sagrados valores de Israel y su cruzada contra el terrorismo palestino, los arquitectos judíos levantan un monumento conmemorativo de este genocidio bendecido por Yahvé.
Imaginen ahora que el tiempo ha transcurrido. Pongamos 50, 70 años. Entonces, algunos dirigentes del pueblo palestino ya muy anestesiados de aquel horror e integrados en la nueva normalidad pactista, deciden resignificar el monumento, sustraerle de toda la carga violenta de su constitución, de toda su brutalidad levantada sobre la sangre de miles de palestinos asesinados sin pudor alguno. Es decir, darle un nuevo sentido a su inquietante y desafiante presencia. Porque los nuevos dirigentes palestinos, aun reconociendo que aquel monumento se levantó para honrar y reconocer a los verdugos de 80.000 palestinos, insisten en que no hay otra manera de cerrar la herida, sanar el duelo, y ser coherentes con el presente, que reorientar el pasado. Para que no pese, para que no queme. Porque solo resignificando aquel salvajismo, se puede denunciar su brutalidad. Dicen. Porque solo manteniendo el edificio en pie puede seguir siendo la antorcha encendida de la denuncia. Porque lo que desaparece no resuena, no clama, no inquieta. Insisten. Como si la factualidad fuera la única alternativa al olvido.
¿Ustedes no ven aquí, en esta salida teórico conceptual, una trampa, un repliegue político que solo quiere evitar el conflicto, que toda solución compleja y radical exige? Lo dijo ya el gran historiador Jacques le Goff, “La memoria intenta preservar el pasado sólo para que le sea útil al presente y a los tiempos venideros. Procuremos que la memoria colectiva sirva para la liberación de los hombres y no para su sometimiento.”
Pues bien, este empeño en sostener ese edifico sionista imaginario, sería un nuevo sometimiento transferido en el tiempo. Porque la eliminación física del artefacto subyugante sería la única limpieza absoluta capaz de sanar el devenir histórico, la única opción que culminaría un duelo a sabiendas que quien levantó ese monumento jamás podrá reencarnarse, ni siquiera adquiriendo nuevas identidades simbólico reinterpretativas de lo imposible. Porque no es posible recordar el horror sin que la fuente interpretativa del mismo desaparezca. Porque quien muere para siempre, también es recordado.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorado...
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