Hace años que mi suegro padece una huelga general de la mente. Esa que no admite convenio alguno salvo para sentarse en la última mesa de negociación. Un día, un tal Dr. Alzheimer le visitó y desde entonces permanecen juntos. Pero ni uno ni otro se reconocen.
Dicen que uno se acostumbra a todo. A la fatalidad, a las duras sacudidas de la vida y la muerte, a la adversidad más inclemente, a tantos dolores sin límite. Salvando ciertas distancias siderales, el Alzheimer es una de las más duras pruebas de resistencia y supervivencia. Porque estando vivo, ya no estás. Porque uno se va, pero sigue estando aquí. En medio de la ambigüedad más dolorosa. En un limbo sin fronteras. Ajeno a un mundo que te ha dado de baja. Y a esto te acostumbras, sí, pero en medio de un sufrimiento insoportable.
Hace poco se celebró el día mundial del Alzheimer. En España hay casi 750.000 personas, con sus respectivas diez mil familias, -si las tienen- que sufren el azote inmisericorde de esta enfermedad demoledora. Una enfermedad que nos roba los recuerdos y que debería estar en la primera línea de combate del Sistema de Salud. Por el número de afectados y por las consecuencias sociales y familiares que genera. Porque es la familia quien asume esta enfermedad compartida. Quien, a falta de recursos públicos, cada vez más recortados, asume los costes de esta enfermedad personal, pero también social.
Por eso es urgente una politica estatal para hacer frente a la enfermedad desde todos los ángulos. No basta con diagnosticar o intervenir durante la enfermedad. Hay que cuidar y cuidar a los cuidadores. Tengo un vecino con Alzheimer cuya pensión sostiene a toda una familia en paro y destrozada tras diez años de cuidados forzados. No se quien acompañará antes a Caronte en su barca, si él o su familia.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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