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Negro de verdad


Hace ya cuatro años, el 5 de enero de 2009,  publiqué este largo artículo con motivo de la Cabalgata de Reyes de Pamplona. Por desgracia, volvería a redactarlo casi igual. 



E N Pamplona, claro. La ciudad que aspira a posicionarse en la pole position de la cultura europea de 2016 genera, en ocasiones, delirios colectivos, adhesiones inquebrantables, aferradas identificaciones de cualquier signo y devoción, algaradas y psicopatologías sociales de difícil catalogación y peor digestión. Pues bien, esa ciudad aspirante a cultureta europea nos ofrece estos días una más de las suyas. Una más de las que padece y produce a lo largo del año. Quizá una discusión más propia del Guiness más friki que de un manual de buenas prácticas europeas.
Es el caso del rey Baltasar, un blanco transustanciado por unas horas en un negro virtual. Dicen que hace las delicias de los niños la noche del 5 de enero. Nadie lo duda, lo lleva haciendo muchos años. Pero ya va siendo hora de que ese trono, aunque sea de forma simbólica, sea ocupado por alguien a quien dice representar, un rey negro de verdad. Pero cuidado, éste no es un asunto meramente folclórico. El problema es abordarlo y tratarlo así. Porque no es una cuestión de chichinabo. Y digo que no es una cuestión menor, la del Baltasar I de Pamplona porunashoras , porque esa imagen simbólica que genera y la actuación cabalgatera que desparrama, se inscribe en un contexto sociocultural absolutamente diferente de la Pamplona de hace 20 años. Porque ese icono de la fantasía casposa, encaramado a la carroza y agitando una negritud betunera, no es real. No es de este tiempo. Un tiempo ciertamente sustraído a toda verdad, pero de urgente y necesaria honestidad. Y esa empieza necesariamente por dar credibilidad a las simbologías y gestos cotidianos. Aunque duren unas horas.
No es mi intención convertir este artículo en una crítica del subgénero rosa, o negro, para ser más objetivo. Porque creo que la cuestión es más seria. Porque la polémica del Baltasar embreado manifiesta lisa y llanamente el más vetusto y disimulado racismo. O peor aún. La cuestión folclórica encubre un profundo y no reconocido colonialismo interior sobre la población negra. O sobre otras diferentes a nuestra blancura incontaminada. Porque hay un deseo profundo de no permitir al otro, al diferente, al ajeno, al inmigrante, al negro, que esté junto a nosotros. Que ocupe nuestros lugares, que sea reconocido, que esté a nuestro lado. La cuestión baltasariana de la Cabalgata de Reyes es algo más que una cuestión de colores o disfraces. Es una cuestión de honor. De su presidente, sí, pero también del honor perdido y no reconocido de los otros, de los allegados desde las fronteras sangradas del África más empobrecida.
La inmigración, en palabras de Alba Rico, ha globalizado e interiorizado el colonialismo como norma social y subjetiva del intercambio desigual con los otros; es decir, ha generalizado el desprecio, la criminalización y eventualmente la eliminación
en origen y en destino de los que trabajan para nosotros. Este acto, esta negación a dejar el trono en favor de un negro real, representa y simboliza parte de esa mentalidad. Sí, ya sé que a estas alturas Baltasar se estará echando las manos a la cabeza. Pero es así y no de otra manera como uno debe interpretar la realidad, sus mentiras o sus escapadas en falso. Y ésta es una de ellas. Disfrazada, pero una más de nuestro profundo y escondido racismo.
Porque más allá de las razones personales de Baltasar el Blanco
que son las que sustentan realmente su reinado nocturno por unas horas incluso más allá del folclorismo, aceptado o no, de la Cabalgata de Reyes o de otro tipo de razonamientos de corte igualitarista defendidos en estas mismas páginas, uno cree que el asunto de Baltasar, la negación a ceder simbólicamente ese trono a un negro real, debe ser interpretado como el ejercicio de nuestra resistencia a ceder espacios de representación al diferente. Y si ello ocurre en una manifestación festiva sustentada con fondos públicos, la cuestión requiere de un ejercicio de honestidad y sinceridad. Pero nunca de engaños y virtualidades. Y es que Baltasar es un rey reñido con la realidad de Pamplona y con el presente social de nuestra ciudad donde viven 980 personas de tez negra que podían ocupar su carroza. Jugar a ser negro siendo blanco es jugar con ventaja. Algo impensable a la inversa. Pero si además se juega a ello en una sociedad a la que aún le falta un largo recorrido en materia de igualdad de oportunidades entre etnias y razas, la cuestión se las trae.
Tal vez, Baltasar el Blanco alegue en su favor que él admite a los negros. Y también a las negras o las colombianas, las peruanas, bolivianas o chilenas. Eso sí, siempre y cuando nos lo agradezcan construyendo nuestras casas, limpiando nuestros suelos, cuidando a nuestros abuelos y trabajando en nuestros campos sin protestar. Pero la verdad nos delata: los hemos expulsado de sus países, les hemos robado y les seguimos robando su riqueza. Y encima nos disfrazamos de su negra pobreza para repartir felicidad. ¡Qué insoportable deformación de la realidad, de la vida y del presente!
Que Baltasar siga siendo un blanco camuflado no es cuestión de tiempo. Baltasar no será nunca negro en Pamplona mientras esta ciudad esté cerrada a la diferencia. A los colores que emiten las diversidades. Y de momento no saca buena nota. Porque no basta con aceptar la interculturalidad, ese concepto sospechosamente reaccionario en boca de ciertas instituciones o personajes de opinión, sino practicarla con el derecho reconocido de los diferentes. Baltasar, el real, el nacido en Sokoto, en el corazón de Nigeria y que vive en la calle Descalzos compartiendo piso con otros cinco compatriotas suyos se jugó la vida para conservarla. Lo único que tenía. Vino para proclamar su humanidad y no puede hacerlo sin impugnar la nuestra; vino para proclamar su derecho a la felicidad, la libertad y al libre movimiento y no puede hacerlo sin convertirnos a nosotros, a los blancos satisfechos, en dictadores y asesinos de su presente.
Si uno pudiera volver a creer, le pediría a Baltasar, no ya que ceda su carroza, sino que los miles de nigerianos, senegaleses, gambianos, colombianos, chilenos, bolivianas, peruanas o ecuatorianas, que trabajan para nosotros, blancos vanidosos; puedan ocupar otras carrozas, menos presuntuosas pero más reales, las carrozas de la vida diaria. Me gustaría verlos a mi lado, ocupando puestos de responsabilidad en la administración, en las fábricas, pero no fregando suelos, en la educación o en el sistema de salud. Por ejemplo. Ese sí sería un pelotazo cultural. Mientras tanto, le sugiero que revise su maquillaje. Porque a esos miles de niños que le contemplan, les resulta un tanto sospechosa tanta negritud de plastilina en un cuerpo y un alma tan blancos, imposibles de disimular tras el disfraz benefactor por unas horas. No obstante, iré con mis sobrinas a la Cabalgata y ante tanta fantasía mi desilusión no será volver a verle Baltasar. A miles de kilómetros de aquí, en la franja de Gaza, los reyes judíos del terror entonan nuevos salmos liberadores. Los que animan un mundo surgido del bostezo de un diablo.

http://medios.mugak.eu/noticias/noticia/184400

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