El primer capitalismo nos robó el sudor y la sangre, el segundo inventó el consumo y nos arrebató los sueños de cambiar el mundo y la utopía, y el tercero, el capitalismo de ficción, como lo denominó Verdú, nos ha robado la realidad. El último y gran paso de una civilización cimentada sobre la apología del simulacro permanente. Porque en este nuevo capitalismo solo importa la producción de sensaciones, la fabricación de una realidad fingida, infantil y expurgada del sentido y del destino, un lugar donde no reine la tragedia Una realidad reconvertida en parapeto y en una fábrica de distracción. Algo sublime. Uno tiene la sensación de vivir en un país donde se ha fugado la verdad, donde reina la ocultación, la simulación y el enmascaramiento. Y todo ello cotiza en bolsa y al alza. Y es que la actualidad, la política, los discursos, la democracia, los mensajes, las ideas, las relaciones, el lenguaje, el arte, la cultura; todo se ha convertido en un campo yermo y vacío. Una prueba de ello es el control economicista de la política, que ha dejado sin tajo a los políticos y ha convertido los Parlamentos en grandes teatros donde se desarrolla la dramaturgia de una democracia para profesionales de la ficción y de la corrupción generalizada. Y es que la amenidad política está más pendiente de la proliferación de mentiras y dudas que de la investigación de la verdad contrastada.
El capitalismo de ficción nos ha secuestrado las almas y llega un momento en que ignoras que existe otra realidad, pero vives y actúas como si ésta fuera la única. Entonces no te queda más remedio que simular porque las claves para sobrevivir están cifradas en ese lenguaje de ficción. Y así, poco a poco, la gran derecha del mundo, que ya no quiere insinuarse, sino imponerse, acaba construyendo un sistema de coerción como si de un ambiente natural se tratara. Yo no se ustedes, pero yo, ante este panorama prefiero morir de disgusto y lúcido que de gusto y demenciado.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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