Claude Lanzmann, un cineasta, investigador e historiador de la barbarie nazi, presenta este enero una nueva película. Completa, o mejor dicho, complementa la serie de documentos narrativos que iniciara con Shoah. Los materiales acumulados para esa descomunal obra sirven ahora para hacer esta nueva entrega. Es el retorno, el eterno retorno a la pesadilla nazi, al abismo insondable que semejante hecatombe humana abrió en la historia de la humanidad. Nada sobra de esta película que podría ser mucho más larga. Pero no por ello nos hace sentir el peso del trasero acuciándonos la huida. Huir sí, pero sin dejar de ver, de sentir el peso de la historia. Un duelo memorable.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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