Elías Anton era un volcán, ideológico, político y humano. Podías estar, más o menos de acuerdo con él, pero su rotundidad, su convicción a la hora de confrontar las ideas que le sostuvieron frente a la tortura, la persecución, la acción política y la vida misma, eran demoledoras. Y ante eso te rendías.
Quedar con él era como volver al tiempo de los ilustrados, de la razón, de la discusión sin aristas, aunque en ocasiones éstas fueran cortantes. “A los tibios los vomita el Espíritu Santo” decía. O aquella otra vez que, sin saber de quien era la cita dijo: “hay dos tipos de personas, las que se elevan y las que se inclinan”. Yo tengo claro que no soy de estas últimas.
Quedar con él era un desafío que te hacía temblar previamente pues no sabías bien dónde íbamos a acabar. Si en Trotski, en Lenin, en Melitón Manzanas o en aquella fábrica de relojes de Moscú en la cual le regalaron un reloj que aún llevaba y que marcaba un tiempo ya pasado pero al cual él nuca renunció: ¡soy marxista ¡ me gritaba en tiempos en que tuvimos durante años una relación laboral intensa.
Elías era un volcán en permanente erupción. Lo demostró la semana pasada firmando “Cortinas de humo” ese artículo frente a la imposible resignificación de los Caídos. Quizá su ultima batalla. Y eso le honra.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorado...
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