El sábado mucha gente, incluso militantes de EH-Bildu, se manifestaron por las calles de la ciudad. Nos convocaban las Asociaciones Memorialísticas por el derribo de los Caídos. No me entretuve en contar la gente, pero el malestar con el acuerdo político consensuado por una izquierda travestida incapaz de someterse a la ley y a su propia memoria, era notorio. Porque ese acuerdo, aunque se afirme lo contrario, devuelve la luz a un muerto que pronto cumplirá cincuenta años. No sé si parte de esa izquierda que ha sucumbido al pacto de “susto o muerte” marcado por una línea roja impuesta por el socialismo navarro, se sentirá interpelada. Sería deseable. Por aquello de recuperar ese tiempo en que las certezas eran más rojas y la nieve más blanca y hasta nos rebelábamos mejor, que diría Alba Rico. Porque no hacerlo es participar del relato perpetrador. Porque este edificio es el mayor símbolo de humillación a las víctimas del franquismo en Navarra. Echar mano de un relato pedagógico que denuncie los crímenes del fascismo a través de una nueva arquitectura pasteurizada y blanqueada de todo su horror y significado, es tan tramposo como pretender resignificar el anagrama de ETA sometiéndolo a un proceso de desinfección y esterilización histórica. Porque ninguna de las dos resignificaciones puede asumir el universalismo de su conservación. Salvo que se pretenda una “redención” de lo sucedido mediante la trampa del revisionismo neoliberal.
En un reciente artículo Patxi Zabaleta dijo que “La resignificación es la guerra intelectual y no cruenta del futuro”. Zabaleta resolvía así la ecuación cruenta del pasado. Con un malabarismo intelectual que lejos de neutralizar el monumento y su carga simbólica, lo refuerza pues lo deja inmune de toda responsabilidad con la historia y con las víctimas. Fue Walter Benjamin quien dijo que para rescatar el pasado tenemos que hacer renacer las esperanzas de los vencidos. Y así no.
A pie de Obra
Diario de Noticias de Navarra
Foto: Fototeca Archivo General de Navarra/Franco en los Caídos, 1952
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorado...
Comentarios
Publicar un comentario