Martín Zabalza, director de Memoria y Convivencia ha utilizado el libro “Mentiras Monumentales, la guerra cultural sobre el pasado”, de Robert Bevan, como coartada argumental para justificar su posición frente a lo que él denomina “Proceso de Resignificación y Desconmemoración” de los Caídos.
Se trata de un libro que se empieza a leer con pasión pero acaba en desilusión. Escrito por un autor crítico, sí, pero atrapado en la evitación del conflicto abierto entre memoria e historia. Y eso le pasa, creo, a Martín Zabalza. Que encuentra un arsenal intelectual a medida de un gobierno timorato para abordar un conflicto de ciudad, que no es fácil, pero que tampoco puede revictimizar y humillar más las víctimas contra las que se levantó.
La idea clave de Bevan, que encuentra eco en MZ, es: “ hay que combatir la predominancia de los recuerdos, las emociones y las opiniones, lo que socava el valor de las evidencias físicas a la hora de establecer la verdad sobre un hecho histórico”. Esto es: recordemos, no olvidemos, resignifiquemos, desconmeremos, lo que sea, pero seamos subversivos, dejemos en pie los monumentos para que no pierdan valor evidencial. Porque, insiste Bevan: “el destierro iconoclasta de los monumentos problemáticos (…) solo contribuye a la falta de afecto y profundidad del conocimiento”.
Así las cosas, no habrá justicia con esas víctimas humilladas durante años por la iconografía fascista de este edificio que no puede compararse con el friso de Bolzano; un friso conmemorativo de los logros de Mussolini, para nada similar a los Caídos, ideado y levantado para humillar eternamente a los vencidos.
Dos autores han incidido en esto, Fernando Mikelarena en : “Los Caídos y su militante iconología golpista” y Santiago Martínez Magdalena en “El Monumento a los Caídos como dispositivo sinóptico”. Léalos Martín Zabalza. Porque a la verdad también se llega destruyendo algunas pruebas de la historia.
Foto: Marta Salas
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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