Ocurrió mientras una fría noche castellana se enfriaba cada vez más. En Zamora. Pensé que aquello había que calentarlo de alguna manera. Así que me metí en un bar de la Plaza Mayor. Dudé entre un café o un vino de “Toro”. Vi que la hora no acompañaba al café así que me decanté por el vino. Permanecí allí hasta entrar en calor y se hiciera la hora de cenar.
Salí y mientras buscaba un lugar ocurrió algo extraño. Me fijé en este establecimiento que me llamó la atención por el nombre, “El rápido”. También por ese escaparate como recién salido de un cuadro de Caravaggio pues esa luz parece querer recortar la negrura de la noche. Entonces, vi como una sombra fugaz que pasaba rápido por delante del escaparate. Me recordó a mi mismo pero no era yo, claro. Había bebido un vino, no cuatro. En ese momento, alguien conocido, desde muy lejos me llamó por teléfono. Me preguntó qué hacía yo frente a una zapatería pasando a toda prisa por delante del escaparate.
Mi amiga me llamaba desde una ciudad lejana donde la noche ya era una perpetua oscuridad. Le dije que, evidentemente, yo no estaba ahí, sino en Zamora. Mi amiga , me dijo que eso era imposible, pues juraba y perjuraba haberme visto. De ahí su enfado por no haberle avisado de mi presencia en la ciudad lejana. Insistí, no estoy ahí, le dije.
Entones ella recordó algo que podía explicar la situación. Podía tratarse del fenómeno doppelgänger’, palabra germana que proviene de ‘doppel’, que significa ‘doble‘ y gänger: `andante‘ o caminante, dijo. Recordé entonces que ya en 1976 el escritor alemán Johann Paul Friedrich Richter, describía el fenómeno doppelgänger’, como “el que camina al lado” y que suele utilizarse para designar “al doble de una persona, haciendo referencia a la figura de un gemelo maligno o a un fenómeno sobrenatural por el cual el cuerpo y/o espíritu de una persona podría estar situado en dos lugares diferentes en un mismo momento”.
Aquello me inquietó. Lo del saber que podía tener un doble. Puede entenderse en la ficción pero no en la vida real, pensé. Porque como dijo Nietzsche: “no hay nada más aterrador que uno mire a la imagen de uno mismo, y que esa imagen le devuelva la mirada”.
Vi entonces un lugar donde cenar. Entré pero la gente se giró extrañada hacia mi. Me miraban como a alguien que regresa de las regiones más glaciares del mundo. Fuera había 5 grados bajo cero. Aquello solo se arreglaba con otro tinto de “Toro”
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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