Érase una vez un pueblo que ya en 1356 cosechaba vino, aunque sus gentes lo bebían desde muchos años atrás. Procedía de esas cepas casi salvajes que estaban cerca de la Sarda, por entonces un bosque de carrascas. Y dicen que esas cepas se alimentaban del fulgor de las estrellas fugaces que se estrellaban contra esa tierra dura y dulce a la vez. Y dicen también que en 1827 este pueblo tenía un curandero llamado Juan Abrego que estafaba a sus fieles con emplastos vegetales que obtenía de las plantas recogidas en las acequias del Ega y en Piezalaparda. Y que ese pueblo era más conocido por los Condes de Lerín que por sus gentes a pie de obra. Como una comadrona llamada doña Satur, un literato llamado Tomás Yerro, un inglés que habla lerinés y un lingüista llamado Amado Alonso que hasta el mismísimo Borges peleó por su amistad. Y así muchos más “érase una vez”. Porque la historia de este pueblo se alarga tanto como el último y tórrido verano.
En esas estábamos cuando el pasado jueves ese pueblo fue elegido Pueblo Ejemplar de Navarra 2022. Y fue como cuando por una ventana entreabierta se cuela un resplandor.
Me preguntaba qué habría podido influir, si los pimientos, los espárragos, el Sardasol, la chistorra de José Miguel Irigoyen -elegida la mejor chistorra navarra de 2022- o qué. Pensé que quizá todo mezclado en una cena en la cabaña de Barranco Salado a la luz de las estrellas. Esas que han hecho del cielo eléctrico de Lerín el mejor firmamento donde explotan todas medusas incandescentes.
Entre tantas dudas me dije que quizá sus gentes tenían la culpa de todo. Gentes sin más pretensión que vivir al día sosteniendo una huerta, un regadío, un par de viñas, un taller, un bar o una jornada de ocho horas. Porque esas gentes habían apostado por sí mismas. Porque ha sido su gente, abierta, variada y transversal la que ha hecho posible este premio. !! Aúpa Lerín ¡¡
Foto: Autor: Ofialdegui, Fototeca AGN,
ac 1940
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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