La activista y feminista Sara Ahmed dice que: “cuando una denuncia es archivada, la persona que la realiza puede sentirse también archivada”. Muchos vecinos y vecinas del Casco Viejo, hartas de la saturación hostelera que el barrio padece, han denunciado –desde hace años- esa masificación y todos los incumplimientos normativos que ello provoca. Pero como si nada. El problema del Casco Viejo, como el de otras ciudades, no es otro que la reconversión de un espacio residencial en un gran mercado, el desplazamiento de los derechos de la vecindad en beneficio de intereses privados y la usurpación del espacio publico en beneficio de empresas particulares. Prueba de ello son la barras sanfermineras de la Plaza del Castillo que, dado el análisis triunfalista de la responsable de Cultura del Ayuntamiento, serán restauradas en 2023. Y ello pese al reconocimiento de las quejas vecinales y de parte de los hosteleros. Y me temo que esas quejas, como dice Sara Ahmed, quedarán archivadas, como esa ciudadanía quejosa e invisibilizada por ser unos aguafiestas.
Centrar el problema sólo en la previsible restauración de las barras de la Plaza del Castillo sería un error si no se aborda también lo que desde hace años viene ocurriendo en san Nicolás, Estafeta, Navarrería, San Gregorio y otras calles de lo viejo. Porque forma parte del mismo modelo de producción del espacio al servicio del capitalismo.
Por eso el Casco Viejo necesita una resignificación como barrio. Porque no puede seguir siendo el epicentro de la ciudad asumiendo un alto coste que no es revertido. Ni el vertedero ocioso a costa de sus residentes ninguneados de derechos.
Pero abordar esto exige valentía de la izquierda municipal. Porque hay intereses comerciales y políticos en juego. Y también muchas contradicciones ideológicas que requieren audacia para ser despejadas y llamar a las cosas por su nombre.
Café Suizo, 1934
Foto Galle/ Fototeca AGN
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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