Cuando el punk amanecía cada mañana con un resacón de escándalo y Mark Fisher se preguntaba en su blog K-Punk si no había alternativa al capitalismo realista, en Lerín apareció un lema que se popularizó en unas camisetas y que decía “Leringrado resiste”. Mark Fisher nunca estuvo en Lerín, que uno sepa, pero si hubiera estado se hubiera comprado una camiseta de esas que todavía triunfan allá donde vayas. Sin ir más lejos, el otro día me la puse, en fiestas de Lerín, por si la resistencia seguía en pie o ya era cosa del pasado, o solo del viejo punk. Me invitaron en un par de bares.
Pero antes, de camino al pueblo me di de bruces con esta casa que ahí seguía. Quizás en orden con el destino. Pero a uno le cuesta imaginar que ese destino sea estar cerrada a cal y canto. Se construyó en el siglo XVII siguiendo un canon sobrio y señorial. Perteneció, igual sigue perteneciendo, a la familia Corcuera quienes fueran dueñas de las salinas de Lerín, industria que dejó de funcionar el pasado siglo. Pero de esto sabe más Ángel Sánchez Gorricho quien en su libro, “Las salinas de Lerín”, lo explica todo. Pero a lo que voy, que cada vez que paso por aquí me fijo en esa fachada y en esos escudos rococó, y en esos balcones cerrados que un día estuvieron abiertos de par en par por donde se colaba un sol que entonces giraba al revés. Y en esas ventanas que me recuerdan a una novela del rumano Alexandru Vona: “Las ventanas clausuradas” escrita en 1947. Y uno imagina cómo serían las habitaciones y piensa en quiénes habrán vivido ahí y qué sueños habrán tenido o qué alegrías o resignaciones. Incluso uno piensa en quién nació ahí o empezó a morir un poco. Pero igual todo esto son cosas de la nostalgia, que como ustedes saben vive de las galas de un pasado confrontado a un presente carente de atractivos. Pero en este caso, no es el caso. Porque esta casa sigue siendo atractiva. Solo falta que alguien decida un día abrirla de par en par. Para no seguir sintiendo la herida del tiempo.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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