“Más tarde que nunca vas a morir”. Dicen que esta frase lapidaria estaba escrita en los muros del Fuerte de Ezkaba en 1938. Como anuncio de la deshumanización radical del régimen fascista.
Ayer se cumplieron 84 años de la mayor fuga política de la historia contemporánea de Europa. Durante el anochecer del 22 de mayo de 1938, 795 prisioneros del régimen franquista más sanguinario, se fugaron del fuerte de Ezkaba. Todos creían que nunca es tarde para nada. Esa nada era la libertad. Y se la jugaron monte arriba, monte abajo. Gente que huía de la tortura y el hambre, sí, pero también gente, al menos los organizadores, que buscaron su libertad y un impacto político en las filas republicanas. Y eso los hizo grandes para la historia. Pero solo tres llegaron a la frontera francesa. El resto son números que sangran una historia que ha tardado años, muchos, en ser contada y rescatada. En aquella carnicería consentida, 206 fugados fueron ejecutados in situ y 14 fusilados posteriormente en la Ciudadela. El resto fueron capturados y sus vidas se fueron acabando en un infierno entre rejas. Y te preguntas entonces qué pensarían los únicos tres fugados que llegaron sanos a la frontera francesa. Primo Levi, en el poema “El superviviente”, viene a confirmar el sentimiento de culpabilidad de quien se salva de los campos de concentración y vive para contarlo.
Jobino Fernández, Valentín Lorenzo y José Marinero, vivieron. Pero para no contarlo. Porque el silencio se impuso años y años como una losa que cerró en falso una parte de la historia. Y el miedo, luego estuvo el miedo, como una asfixia extraña, como una rabia seca.
Ese silencio es ahora rescatado por Fermín Ezkieta, quien tras diez años de investigaciones, reedita un libro imprescindible: “Los fugados del Fuerte de Ezkaba”. Un libro indispensable para comprender esta fuga y su significado ético y político.
No les estoy vendiendo un libro, les estoy vendiendo un trozo de memoria imprescindible de nuestra historia.
Foto: Julio Altadill,
Soldado en puesto de guardia Fuerte Ezkaba ( ca. 1900)
Fototeca Ayuntamiento Pamplona
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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