Diré con Rodrigo Fresán, que una guerra no tiene ninguna estructura comprensible a no ser que se vea desde lejos, y mucho tiempo después, una vez que ha terminado.
Vaya por delante que lo que sigue no pretende justificar nada. Nada. A lo sumo, compartir mis contradicciones. Porque de mis certezas apenas quedan los mástiles rotos de una fe en bancarrota. Y no sé como escribir, sin excusarme por ello, que esta guerra es la guerra que otros quieren que sea. Incluso el relato emocional, el del miedo, la compasión, el dolor y la pena y hasta el de la mala hostia, es lo que otros quieren que sea. Digamos que esta es nuestra guerra porque la sufre gente que podíamos ser nosotros mismos. Pero ese nosotros, en primera del plural, se conjuga diferente que en Siria, Irak o Afganistán. Lo siento. Pero huele a hipocresía. Y esto no mitiga las responsabilidades, de un lado y de otro, ni obvia las sangres derramadas.
Lo decía una periodista española muy emocionada desde la frontera entre Polonia y Ucrania; que ella misma, todos nosotros, podíamos ser como esa mujer ucraniana que sollozaba con un bebé en brazos. También la CBC News echaba mano de esa emocionalidad de la primera del plural: “Esto no es como Irak o Afganistán, esto es Ucrania, un lugar civilizado, estamos hablando de europeos, que andan en coches como los nuestros”. Ese “como los nuestros” me sonó a ese tipo de excusas que a veces te dan escalofríos. Porque ahí anida el racismo. Y es que ese mismo día, mientras las fronteras de Europa se abrían de par en par a los miles de refugiados ucranianos, como no podía ser menos, por la valla de Melilla trataron de entrar 1200 personas. Solo 380 lo lograron porque la policía española se empleó a fondo para cerrar esta frontera a otros refugiados; negros, que no huyen de una guerra como dios manda, o peor, que no usan coches como los nuestros.
A pie de Obra,7 marzo,22
Foto: Luis de Vega
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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