Hay gente que muere siendo muy conocida. Y gente que muere siendo muy reconocida. Luego están los que sin buscar ni una cosa ni otra, hacen doblete. Txumarra era de estos. Un amigo que nos dejó el pasado martes a sabiendas que hacía tiempo le costaba seguir erguido. Txumarra fue muchas cosas: currela de taller ochentero y dependiente en la mítica “Mendi Kirolak”, donde llegabas y ahí lo tenías, tras un mostrador que le quedaba pequeño. Un tipo de otra pasta cuya equidistancia nunca compadreó con el buenismo fashion de hoy en día. Un tipo cuya honestidad no le cabía en el cuerpo. Alguien reñido con la vanidad y ungido por la humildad que se vació en cuerpo y alma en todas y cada una de las ideas y proyectos que gestionó desde la sección de Montaña del Anaitasuna, su segunda casa. Porque su pasión fueron las montañas. Un tipo que renunció a la velocidad de las cosas y al stress hiperbólico que padece el alpinismo de hoy metabolizado por la pulsión capitalista.
Y es que Txumarra era de andar lento, como su concepción del montañismo, comunitario y hasta romántico, como el de Robert Walser. Alguien a pie de obra y rudimentario en su quehacer pero de enorme capacidad y entrega desmedida, un tipo que amaba el monte Ezkaba, Aralar y el Pirineo como otros se flipan con la Norte del Eiger. Un hombre que apostó por la militancia en los clubes de montaña, la divulgación, los proyectos de cercanía y un montañismo popular y de clase.
Txumarra fue, así lo creo, el último mohicano de un montañismo que se va secuestrado por el record, la mercadotecnia y la individualidad. Txumarra peleó hasta el final por esas montañas que le hablaban de eso, de ir lento y en grupo, un montañismo de aprendizaje y de contemplación. Aunque él ya no pudiera patearlas.
Pero Txumarra fue, sobre todo, un amigo de sus amigos. Una prueba era su agenda, grande y con anillas, donde cabían todos los cumpleaños del mundo.
A pie de obra
Noticias de Navarra 7 febrero 2022
Foto: Archivo
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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