Caminaba a duras penas, sostenida por un andador que manejaba nerviosa. Me fijé en sus zapatos, pequeños como los de una muñeca. Su rostro casi oculto por una mascarilla delataba una mujer en tiempos hermosa. Iba maquillada , quizás para ocultar la distopía dictatorial de un tiempo ya cansado. Eso imagine, pues la mascarilla solo dejaba al descubierto una mirada perdida enganchada a una soledad definitiva. Por un momento recordé a mi madre. Pero ella seguía viva, caminando por aquella acera en busca de su hermana ingresada en una residencia. Hacía veinte años que no se veían. Me preguntó por dónde se entraba. Yo iba por la misma acera cargado con un estado de alarma entre psicótico y esquizofrénico. Aquella pandemia estaba abriendo un gran agujero en el presente.
-Le dije que por ahí, señalando una puerta que señalaba un futuro incierto. Llamó al timbre y oí que preguntaba por su hermana, enferma de COVID.
–No señora, no. No se pueden hacer visitas a los residentes, dijo una enfermera-.
-Pero es mi hermana, me espera. Además, si muere sin familia solo podrá pertenecerse a sí misma, dijo casi llorando-.
-Lo siento señora, es por su seguridad-.
Miró alrededor, como buscando una complicidad imposible. Y pensó que la vida a veces se vuelve un disparate . Había viajado desde Bilbao y recibía un no inclemente. Solo quería abrazar a su hermana. Entonces recordó un juego infantil junto a ella. Sentadas en un columpio gritaban el nombre de ciudades exóticas cada vez que el vuelo alcanzaba su punto más alto: ¡Estambul, Kinshasa, Yakarta, Luanda! A ver quien iba más lejos.
Insistió de nuevo a la enfermera y le dijo:
-Hace tiempo que solo busco su mano, para volver juntas a las ciudades soñadas-.
Y lloró, como cuando abrimos la válvula de escape de la pena.
A los tres días recibió una llamada de la residencia.
Foto: Marta Salas
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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