Aquella ciudad estaba acostumbrada a respirar un aire extremadamente puro. Tanto es así, que muchos ángeles custodios sobrevolaban sus cielos para oxigenar sus pecados. En aquella ciudad se vivía de corrido, como en una circularidad constante. Sin sobresaltos. Porque aquella ciudad presumía de su bienestar hasta el punto de creerse un estado soberano sin más ley que la satisfacción por decreto. Así era aquella ciudad. Rica, ordenada, tranquila y eternamente agradecida a su destino inscrito en letras de oro. La gente allí no rezaba, solo recitaba este salmo: “la primera receta de la felicidad es evitar la meditación prolongada del pasado”. Por eso allí el pasado ya no se conjugaba. Porque el presente había hecho acopio de toda la prosperidad jamás ideada. Pero también tenía sombras. Otra cosa es que no las reconociera ni cuando el cielo estornudaba y dejaba al descubierto los sumideros donde habitaban gentes que respiraban con un puñal en el alma.
En estas, llegó a la ciudad un miedo desconocido en forma de diminutas partículas de polvo amarillo. La gente enfermaba con una lucidez vertiginosa. Algunos vivos todavía recordaban como en 1595 Dios se enfadó con la ciudad y envió millones de libélulas negras. O cómo en 1855 alguien llamado Cólera buscó refugio hasta en las tumbas de los cementerios. Pero esto era diferente. De repente, el paraíso se había convertido en un lugar de tortura. Porque la ciudad sintió cómo un carro de fuego les arrebataba la seguridad de sus vidas, de toda la tramoya en que descansaba tanta y tanta seguridad, esa que nos impedía convivir con cualquier alteración de nuestras vidas felices y ordenadas. Así que todo cambió, las maneras de abrazarse, de andar, incluso de mirarse, los paseos, los cuidados, las comidas, las cenas, juegos, ocios, hábitos, los encuentros, viajes, compromisos, planes, celebraciones, compras, vacaciones, viajes, los besos y el sexo, todo, hasta los sueños y los planes por venir. De pronto, el futuro volvía a estar ahí delante. Atragantándonos con su ferocidad. Entonces vi como todos nos agarrábamos desesperadamente a nuestra buena estrella. Y aquello arrojó luz sobre nosotros mismos
En estas, llegó a la ciudad un miedo desconocido en forma de diminutas partículas de polvo amarillo. La gente enfermaba con una lucidez vertiginosa. Algunos vivos todavía recordaban como en 1595 Dios se enfadó con la ciudad y envió millones de libélulas negras. O cómo en 1855 alguien llamado Cólera buscó refugio hasta en las tumbas de los cementerios. Pero esto era diferente. De repente, el paraíso se había convertido en un lugar de tortura. Porque la ciudad sintió cómo un carro de fuego les arrebataba la seguridad de sus vidas, de toda la tramoya en que descansaba tanta y tanta seguridad, esa que nos impedía convivir con cualquier alteración de nuestras vidas felices y ordenadas. Así que todo cambió, las maneras de abrazarse, de andar, incluso de mirarse, los paseos, los cuidados, las comidas, las cenas, juegos, ocios, hábitos, los encuentros, viajes, compromisos, planes, celebraciones, compras, vacaciones, viajes, los besos y el sexo, todo, hasta los sueños y los planes por venir. De pronto, el futuro volvía a estar ahí delante. Atragantándonos con su ferocidad. Entonces vi como todos nos agarrábamos desesperadamente a nuestra buena estrella. Y aquello arrojó luz sobre nosotros mismos
14 de marzo de 2020, Un día antes de la declaración del Estado de Alarma
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