Miquel Martí i Pol fue una de las voces
emblemáticas de la poesía catalana y un referente imprescindible de la
identidad catalana. Un escritor de
enorme carga emocional, un hombre que construía versos con los que se jugaba la
vida en cada instante. Un obrero de toda la vida que empezó a trabajar a los
catorce años en una fábrica de Roda de Ter pero que tuvo que abandonar por
problemas de salud. Condenado a vivir en una silla de ruedas desde hace treinta
y tres años, debido a una esclerosis
múltiple, se plantó ante el mundo armado de la sensibilidad y la reflexión más
intimista para trasmitir poemas que
susurran cosas de la vida. Esas que a
veces nos cuesta reconocer. Del amor, de
la soledad, de la rebeldía, de la muerte, del miedo al destino; de eso que tememos cuando calla el ruido de
los días. Entonces el veneno de su belleza penetra en nuestra sangre. De eso
iba su canto. Su obra desde Paraules al vent hasta Haikus
en temps de guerra y Després de tot ha servido para construir un
universo de sensaciones del que se han servido cantautores como Rafael
Subirachs, María del Mar Bonet y, sobre
todo Lluís Llach, quien tenía tanta amistad con él, que sus fisonomías eran ya
más que coincidentes. Ahora mismo, imagino a Llach llorando ante su tumba y
recitando uno de los poemas más dramáticos y combativos que escribió y que el
músico de Porrera bordó con una música ascética. Un poema (Ara Mateix), en el
que el arco de la sensibilidad se tensó al máximo para perforar la trama del
destino: “ Estamos donde estamos ; más vale saberlo y decirlo y fijar los pies
en la tierra y proclamarnos herederos de un tiempo de dudas y de renuncias en
que los ruidos ahogan las palabras y la vida en espejos deformados (...)
Pongámonos en pie de nuevo y que se oiga la voz de todos, solemnemente y clara.
Gritemos quien somos y que todos lo escuchen. Y al final, que cada uno se vista
como buenamente le plazca, y ¡ a la calle! Que todo está por hacer y todo es
posible”. Así de claro.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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