Que estas elecciones municipales son algo más que una
votación, puede sonar a mantra, a toque de arrebato. Pero es cierto. Otra cosa
es que estemos hartos de este vodevil, de mensajes o DE promesas incumplidas. De
espectáculos más denigrantes que el bombero torero o de peleas de gallos
sobreexcitados de testosterona. Incluso de una mediocridad política a la
altura de esas democracias que, como dice Emmanuel Rodríguez: “en ausencia de
golpe de Estado o de ocupación militar, son un teatro sin final”. Y es que en estas
elecciones unos se juegan la pasta, el poder y los privilegios y otros la vida
a palo seco. Esas vidas arrastradas que, a veces, o casi siempre, nunca
cuentan. Así que sí. Estas elecciones son importantes porque la actual
situación ha derivado en una normalidad patologizada. Porque la sensatez se ha
ido por la alcantarilla. Y esa mierda convertida en proclamas infames estará
flotando en las urnas el día 26M. Por eso, esas urnas hay que liberarlas ese día.
Nos guste o no, incluso apostar por el voto útil, aunque sea un voto castrado;
incluso votar con las narices tapadas. Porque, posiblemente, salvo los fieles,
devotos, incondicionales y clientes, quien más quien menos, tiene sus dudas
cuando no ganas de mandarlo todo a la mierda. Por eso nos jugamos mucho; una
manera de entender la vida, de gobernarla o que nos la gobiernen, de gestionar
la administración, sus despachos y hasta los pasillos, de distribuir la
riqueza, de organizar las ciudades y pueblos, sus espacios públicos, sus
recursos, sus aguas, sus tierras, su energía, las aceras, el ruido; de hacer
normas y bases y reglamentos y ordenanzas a favor del mercado o la ciudadanía,
de convertir nuestras ciudades en habitables o infames estercoleros, de hacerlas
amables o vendidas al mejor postor bajo el mantra de la innegable seducción del
neoliberalismo más tentador. Nos jugamos volver a creer en algo. No sé si en
ese intangible que surgió del 15M. O ese algo que está en las utopías
insatisfechas o en las distopías por venir. O quizás, ese algo llamado futuro
cada vez más incierto, pero necesariamente redentor. Nos jugamos ir o volver,
ganar o perder, subir o bajar, ser siervos o vasallos, dueños o que se adueñen
de nosotros.
Aunque a cierta izquierda esto se la traiga al
pairo; visto lo visto. Hemos llegado hasta aquí después de cuatro años
intensos, casi desfondados por una realidad compleja que nos pasa por encima día
sí y día también. Cuatro años con sus más y sus menos, con sus contradicciones,
sus claroscuros innombrables, sus agendas ocultas y sus fallos de manual, con
esas izquierdas neoliberales y esas otras insumisas y radicales que, aun
sabiendo su límite, lo han sobrepasado porque quizás la política sea hoy el
arte de la sobreactuación y la representación más estética que ética. Y
también, claro está, con esa derecha insolente abanderada de la doble moral y
tan soberbia como para rendirse a la evidencia.
En Pamplona-Iruña nos jugamos mucho. Más que la marca y
siglas de cada partido. Más que sus propios votos y compromisos. Nos jugamos la
ciudad. Esa ciudad que no es titularidad de nadie, ni siquiera de quien la
gobierna, porque solo corresponde a esa ciudadanía plural tan voceada pero tan
poco entendida y escuchada. Nos jugamos esa ciudad gestionada de una manera y
no de otra. Con sus gentes, las visibles y las invisibles. Y nos jugamos la
posibilidad de seguir ese camino iniciado, con sus fallos de principiante o de
hipócrita seductor, pero de urgente y necesaria reedición. Pero pareciera que a
esa izquierda no-abertzale que, según dicen ha intentado buscar La confluencia
–otro palabro deconstruido-, esto no le importa más allá de su propia
autojustificación. Porque esa izquierda que representa a no pocos miles de
ciudadanos y ciudadanas irá a las urnas a su aire. Atomizada y pulverizada como
si entre ellos se temieran el ébola político. Como si a cada partido solo le
interesara contratar un seguro privado para cubrir los riesgos del contenido,
pero no del continente. Como buscando el naufragio para mantenerse a
flote.
En la película Retorno al pasado hay una escena en
la que Jane Greer pregunta: “¿Existe alguna manera de ganar?”. “Bueno-responde
Robert Mitchum- hay un camino para perder más despacio”. Creo que
Podemos, Equo, Aranzadi e IE participan de esta estrategia suicida. Unos más
que otros. Y es que por mucho que esas formaciones, cada una a su manera, y con
más o menos responsabilidad, insistan en argumentos, tácticas, y palabras que
se enganchan entre los dientes para justificar lo injustificable, la ciudadanía
que les votó para hacer posible el cambio, no entenderá jamás su incapacidad
para gestionar esa deseable confluencia. Por mucho que lo disfracen con
justificaciones hiperbólicas. Y no vale
resguardarse en “no todo vale para
frenar a la derecha”, como tampoco decir
que “mejor solos que mal acompañados”. Eso solo lo entienden los popes
políticos desde sus plataformas ideológicas, esos que nunca suelen estar a pie
de obra, donde se cuece la vida a palo seco.
Insisto, sé que quizás no valga cualquier pacto
para frenar a la derecha, pero si esa estrategia-trampa permite que la derecha
vuelva a gobernar, esas fuerzas deberían cuestionarse si deben formar parte de
relato político o hacerse a un lado.
Me creí aquello de la nueva política. Como muchos miles
de pamploneses y pamplonesas que imagino su orfandad política en estos
momentos, su desazón y su enfado. Su desconcierto, su nuevo redireccionamiento
del voto buscando un voto útil que quizás lo crean bastardo, pero de necesaria
utilidad para seguir manteniendo el cambio, ese cambio que también funciona
como mantra simbólico y que avala no pocas contradicciones. Y esto confirma lo
que, de nuevo, Emmanuel Rodríguez dice: “En el nivel del mundo están, no
obstante, los problemas: problemas laborales, económicos, culturales, de
género, de identidad, de vivienda, de renta, de salud, etc. Y al lado de los
problemas, las fuerzas del mundo, que demasiadas veces son irrepresentables en
el teatro: las finanzas, los poderes que operan detrás de los Estados, el
deterioro climático, las tendencias demográficas a largo plazo, las fuerzas
culturales que escapan al teatro”. Esas tensiones son las que hay que
gestionar. Y solo multiplicando esfuerzos lograremos darle vuelta a la nueva
distopía del mundo que no es otra que irnos directamente por la alcantarilla.
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