¿Por qué a estos mercachifles del “mindfulness” emocional no
se les pide responsabilidad ética y moral lo mismo que se les está pidiendo a
los profesionales de la homeopatía? Porque la tienen. ¿Saben por qué? Porque
están convirtiendo el sufrimiento individual y social en objeto de negocio.
Pero aún más. Han trasladado la responsabilidad de los males y del sufrimiento
personal y social al individuo, convirtiéndolo en responsable de sus males y transfiriendo soluciones privadas ante
problemas estructurales. Y políticas. Rovira forma parte del ese ejercito de
comunicadores que han despolitizado el sufrimiento banalizándolo y
cuantificándolo. Lo ha desvestido de su autentica raíz. El sufrimiento es
social y político, o biopolítico que diría Foucault, porque lo que nos pasa no
nos pasa por carecer de habilidades personales, o por no tener herramientas
internas de gestión, nos pasa porque no tenemos trabajo, ni seguridad económica, ni garantías de empleo, ni protecciones por
desempleo decentes; nos pasa porque nuestras vidas son precarias, e inseguras. Por
eso aquí viven 9 millones de pobres y precarios. Rovira nos dice que
aprovechemos esta mierda de vida para convertirla en plataforma de
empoderamiento y herramientas para encarar el dolor de manera positiva. Rovira forma parte de ese lobby e gestores de la vulnerabilidad y el
sufrimiento que participan de la medicalización, la psicologización, la
institucionalización y la literatura de autoayuda para despolitizar el conflicto
social y personal. Porque la gente no necesita psicólogos, necesita empleo y
sindicatos, y volver a la huelga y volver a politizar el conflicto y protestar y ocupar las calles ante tanto desaguisado. Solo esa fuerza nos
empodera, porque nos recolectiviza abriendo vías de intervención colectiva y no
privada.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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