Quise
participar de este homenaje porque muchas cosas me unieron a Silvia. Pero en
ocasiones he pensado que hubiera preferido no hacerlo. Como si ante su ausencia
padeciera el “síndrome de Bartleby” ese síndrome acuñado por el personaje de un cuento memorable de Melville
-el oscuro escribiente que jamás hace nada y que, ante cualquier petición,
responde “preferiría no hacerlo”. No hacerlo por ocupar un lugar indebido, por miedo al vacío, o
por no estar a la altura. Porque hay palabras que se vuelven insuficientes ante
la ultima cita. Porque Silvia fue y sigue siendo exigente hasta más allá de su
muerte. Alguien me dijo una vez que los cuerpos cuando mueren pierden 21 gramos
y que este es el peso que se le atribuye al alma en fuga. Pues bien, esos 21
gramos son los que más me han vigilado en las últimas horas antes de redactar
esto.
Silvia tenía 31 años
cuando la conocí. De eso hace ya bastantes años. Y me pareció una de esas
mujeres sin edad que a lo largo de su vida parecía moverse entre la
adolescencia y la madurez. Silvia, como muchas sabréis, tenía ese perfil de mujer
segura de sí misma. Te dabas cuenta enseguida de que sus opiniones tenían
peligro, porque donde ponía la mirada, siempre ponía la bala. Y era certera.
Como la flecha que cuando ha sido disparada ya es inútil arrepentirse de su
trayectoria. Una mujer a la que no le gustaban las medias verdades, alguien que
apostó fuerte en cada partida. Y jugó muchas a lo largo de su vida. Incluso a
cara de perro si hacía falta. Silvia vivió, también sus últimos años, como si
no hubiera un mañana. Porque si algo se puede decir de Silvia es que fue una
vividora. Silvia era de la opinión de que en ocasiones resulta más difícil
privarse de un dolor que de un placer. En esto coincidía con Scott Fitzgerald quien una vez le dijo
a su psiquiatra: “el hecho de que haya abusado del alcohol es algo que quizá
deba pagar con el sufrimiento y la muerte, pero no con su renuncia”. Silvia era
de esta opinión. Una mujer que estrujó la vida hasta agotar existencias. Era
excesiva e intensa. Porque Silvia no fue de esas personas que esperó que la
vida pasara tranquilamente, en silencio, como si pretendiera sentir sus
palpitaciones. No. Nunca esperó a las rebajas. Sabía que el enemigo aparecería
un día, volvería a aparecer y entonces todo sería heroico, atroz y bello, como
en la Historia. Esa Historia que ella quiso reescribir pensando en la otra
mitad innombrada.
Cuando la conocí corrían
buenos tiempos. Siempre oías las mejores malas noticias del mundo. Eso creo
ahora desde la distancia. Tiempos en que no cabían, al menos para la gente que crecimos
a golpe de pancarta, barricada y huelgas generales, la equidistancia, el
mostrarse de perfil o el funambulismo ético, personal y político. Corría el
final de los años setenta, esos años que quedaron orbitando alrededor del
agujero negro de la utopía vencida, flotando para siempre en el espacio exterior
de lo inconquistable. Pero también de lo posible. Y Silvia estaba allí, en un
permanente estado gravitatorio, danzando en un cuchitril atestado de papeles y
libros ubicado en la calle San Miguel, en una vivienda que a mí se me hacía
señorial porque su entrada me recordaba a la de algunos palacios venecianos. Desde
allí, con Elena, la Elena e IPES dinamizaron un espacio referencial en la
ciudad. Un espacio donde se empezó a cargar la pólvora del pensamiento
feminista, un lugar de encuentro, de militancia, cultural y alternativo en una
ciudad todavía vestida de grises. Sabéis de sobra qué ha significado IPES y no
es cuestión de repetirlo.
IPES nos posibilitó,
tanto a Sara Ojinaga, compañera de universidad, fallecida hace años, como a
Sonia Pinillos, también fallecida, a Ana Díez de Ure, a Silvia y a un servidor,
comenzar una aventura investigadora que culminó en ELLAS, las mujeres en la historia
de Pamplona. Libro editado por el
primer tripartido municipal, ELLAS fue algo más que un trabajo
de equipo, incluso algo más que un trabajo de investigación. Porque quiso descoser
los costurones de la vieja historia. Este libro se inspiró en una guía de Barcelona.
La primera guía local que nombraba a sus mujeres. Y nosotras quisimos ir más
allá. Porque ELLAS trascendió y renombró la historia de la ciudad, le añadió
esa mitad que faltaba, la cara B de ese viejo LP del que solo oíamos una cara. No
digo que con ELLAS la historia de la ciudad se pusiera patas arriba, pero sí
que la ciudad empezó a ser más femenina. O a feminizarse. Porque frente a una
historia local que nos miraba desde el fondo de un acantilado inaccesible, ELLAS
quisieron subvertir el orden histórico para presentarse en sociedad con todas
las de la ley. Y llegaron a las calles, a los paseos, a algunos lugares que se
resignificaron, a las aulas, a la guía de la ciudad. Y Silvia tuvo arte y parte
en todo esto. Y la culpa de que ese nuevo relato de Pamplona se hiciera
presente.
Hace ahora algo más de
tres meses, con motivo de la celebración del 20 aniversario de la publicación de
ese libro en el Patio de los Gigantes, Silvia se agigantó. Como lo hace Jean
Eyre en la célebre novela de Charlotte Brontë. Su intervención sobre la historia de
las mujeres y la historiografía feminista se elevó con la maestría de una
contadora de cuentos. Y se sobredimensionó, quizás por una extraña razón que
días después comprendí y no me atrevo a compartir aquí. Yo tenía que intervenir
tras ella. Pero escuchaba a aquella mujer incendiada de lucidez y sentía que mi
cuerpo vibraba de miedo, como ese gato que estuvo esperando una caricia durante
siglos. No podía llegar dónde ella estaba llegando. Quizás, algunas de las que
estáis aquí recordáis esa intervención. Creo que ella sabía que estaba ante su penúltimo
reto. Y presentí que el miedo es el mejor combustible cuando se trata de ser
valiente.
Permitirme
para terminar una estrofa del poema Cavalo Morto de Juan Carlos Mestre
“En Cavalo
Morto cuando muere un caballo se llama a Lèdo Ivo para que lo resucite.
Cuando
muere un evangelista se llama a Lèdo Ivo para que lo resucite.
Cuando
muere Lèdo Ivo llaman al sastre de las mariposas para que lo resucite”.
Cuando
muere una mujer como Silvia se llama también a Lèdo Ivo para que escriba sus
sueños en la estela de los aviones que cruzan el cielo de esta ciudad.
“Háganme
caso, los recuerdos hermosos son fugaces como las ardillas, cada amor que
termina es un cementerio de abrazos y Cavalo Morto es un lugar que no existe”.
Yo
añadiría, “si por una carambola poética del universo ese lugar existe, Silvia
está ahí, desafiando a la última certeza”.
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