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Sangre en las venas



En aquel reino, las alcantarillas de desagüe estaban anegadas. Durante años, siglos quizás, la clase política había infectado los sumideros por donde políticos corruptos, periodistas de pesebre asegurado y usureros de misa diaria, ocultaban sus patrióticas golferías. Aquel reino en bancarrota navegaba a la deriva desde hacía tiempo. Pero a nadie parecía importarle salvo a los ahogados en las aguas de la pobreza. Y eran casi trece millones los que perdían la vida en el cáñamo de la fatalidad. Pero daba igual. Porque allí la verdad yacía muerta en los tribunales de Justicia convertidos en barracas de feria. Allí, la precariedad se había convertido en el mejor antídoto para gobernar a esa turba confesada por cardenales negros. Allí, las palabras dormían mudas. Sonaban a hueco. Vaciadas de sentido giraban  muertas de risa alrededor de un acantilado de renuncias. Allí, llamar a las cosas por su nombre, nominar a los corruptos y cantar las cuarenta a la Corona, se había convertido en un pasatiempo que aburría más que sublevaba a la gente. Aquel reino se mexicanizaba poco a poco sin que nadie, salvo una izquierda biempensante y polimorfa que dominaba en algunos califatos, se inmutase. Pareciera que la gente hubiera huido ante aquel espectáculo bochornoso. Y sí, se sabía que  aquello tenía que reventar, pero la gente desconfiaba de una nueva victoria. Porque aquellos desmanes les parecían tan venerables como la fantasiosa evocación que producían. Así las cosas, nadie entendía por qué no se asaltaba La Moncloa. Entonces un profeta dijo que a la gente ya no le corría sangre por las venas. Que toda se había licuado en las hogueras de la sumisión. Entonces, un relámpago recordó que se cumplían cien años de aquella revolución que quiso romper los pilares del mundo.


Artículo publicado en Noticias de Navarra

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