En aquel reino, las
alcantarillas de desagüe estaban anegadas. Durante años, siglos quizás, la
clase política había infectado los sumideros por donde políticos corruptos,
periodistas de pesebre asegurado y usureros de misa diaria, ocultaban sus
patrióticas golferías. Aquel reino en bancarrota navegaba a la deriva desde
hacía tiempo. Pero a nadie parecía importarle salvo a los ahogados en las aguas
de la pobreza. Y eran casi trece millones los que perdían la vida en el cáñamo
de la fatalidad. Pero daba igual. Porque allí la verdad yacía muerta en los
tribunales de Justicia convertidos en barracas de feria. Allí, la precariedad
se había convertido en el mejor antídoto para gobernar a esa turba confesada
por cardenales negros. Allí, las palabras dormían mudas. Sonaban a hueco.
Vaciadas de sentido giraban muertas de
risa alrededor de un acantilado de renuncias. Allí, llamar a las cosas por su
nombre, nominar a los corruptos y cantar las cuarenta a la Corona, se había
convertido en un pasatiempo que aburría más que sublevaba a la gente. Aquel
reino se mexicanizaba poco a poco sin que nadie, salvo una izquierda biempensante
y polimorfa que dominaba en algunos califatos, se inmutase. Pareciera que la
gente hubiera huido ante aquel espectáculo bochornoso. Y sí, se sabía que aquello tenía que reventar, pero la gente
desconfiaba de una nueva victoria. Porque aquellos desmanes les parecían tan
venerables como la fantasiosa evocación que producían. Así las cosas, nadie
entendía por qué no se asaltaba La Moncloa. Entonces un profeta dijo que a la
gente ya no le corría sangre por las venas. Que toda se había licuado en las
hogueras de la sumisión. Entonces, un relámpago recordó que se cumplían cien
años de aquella revolución que quiso romper los pilares del mundo.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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