Ayer 8 de marzo, se conmemoró el Día Internacional de la Mujer. Creo que la rememoración histórica de ciertos hechos no tiene sentido si no es como revulsivo práctico y emocional para reconquistar espacios negados a quienes se recuerda, si no es sentido en su plenitud por el imaginario social como elemento de combate dinamizador y si el colectivo evocado permanece ninguneado ante las posibilidades reales de cambio y protagonismo histórico que le corresponden. Creo que esta fecha se ha reconvertido en un icono estético de la reverberación ideológica feminista. Este Día, con mayúsculas, se ha transmutado en una plataforma, apenas evocadora del pasado histórico de las mujeres y en un reclamo publicitario de la folclorización anual de la memoria feminista. Poco más. Porque la factoría ideológica liberal-poscapitalista se ha tragado literalmente su significado y sentido histórico. Lo digo porque los hechos son demoledores. Y conste que reconozco el avance, a veces sangriento, que ha supuesto para las mujeres de todo el mundo conquistar las plataformas sociolaborales y culturales de sus respectivos países. Como sería absurdo no reconocer la evolución que ha supuesto el éxodo íntimo y personal que las mujeres han realizado para llegar a conquistar espacios libres de opresiones feudalistas. Obviamente no se puede validar esta afirmación en aquellos lugares donde ser mujer, todavía es un delito.
Esta fecha
viene a recordar, básicamente, que las mujeres, con su esfuerzo, movimientos
asociativos y carga ideológica propia, el feminismo, están donde están, gracias
a su inclemente y resistente lucha por su libertad personal, social,
laboral y política. Ahora bien, esta
fecha debe de servir para evaluar, y no en tono triunfalista como viene siendo habitual
por algunas instituciones y personalidades seudo feministas más conformistas, el proceso liberador de las
mujeres. Este proceso tiene, a mi parecer, dos enormes dificultades que salvar.
Y tienen que ver con la permanente esclavitud y sometimiento de las mujeres a
un orden sociopolítico que les niega libertad y autonomía real respecto al
imaginario y práctico masculino. Es decir, respecto al patriarcalismo. Si, ya
sé que son palabras que suenan mal, que están desgastadas y que, incluso su
añeja resonancia provoca gastritis intelectual en algunos y algunas analistas. Es
decir, no hay igualdad de género. Porque las mujeres no han accedido aún al
poder real, al poder de decisión, de gestión, de reconversión de las
estrategias creativas, ya sean personales, familiares, laborales, sociales o
políticas. Éstas siguen estando en manos de los hombres a través de un sistema
de apropiación del poder y gestión del mismo avalado por, lo digo de nuevo, el
neopatriarcalismo poscapitalista. Tiempos, cuerpos y mentes femeninas siguen
estando, todavía, en manos masculinas. Mientras las mujeres no accedan en
igualdad de condiciones al poder que detentan los hombres, mientras las
dinámicas de poder, las estrategias de decisión, las claves de relación y las
pautas de socialización no tengan elementos de definición feministas, las
mujeres seguirán siendo ciudadanas de segunda. Y son más de la mitad de la
población mundial.
Otro aspecto,
menos ideológico pero más dramático. El genocidio contra las mujeres en el
mundo es un gravísimo problema estructural de las sociedades, más o menos
desarrolladas. Cada año, entre 1,5 y 3 millones de mujeres y niñas pierden la
vida como consecuencia del abandono o la violencia contra ellas. Solo por ser
mujeres. Y esto no provoca ninguna revolución social ni política. En ciertos países,
las mujeres entre 15 y 44 años tienen más probabilidades de ser asesinadas por
sus maridos o parientes masculinos, que de morir de cáncer, a causa de la
guerra o por enfermedades infecciosas. Existen en el mundo entre 113 y 200
millones de mujeres desaparecidas. Y ya entre nosotros. Para sumar
estadísticas. Esta vez escalofriantes. Cada cuatro días muere una mujer en
España a manos de quien decía amarla porque era suya. Hoy mismo puede ser el
día D de muchas víctimas. Un día
cualquiera en la existencia de muchas mujeres que solo merece ser vivida por
las delicias que florecen sobre sus ruinas. ¿Cómo podemos seguir nuestras
vidas, preocuparnos por lo que nos preocupamos, discutir de lo que discutimos,
pelearnos por lo que nos peleamos, reivindicar lo que reivindicamos, matarnos
por lo que nos matamos y justificarlo o explicarlo sin pudor alguno sin que se
nos mueva el músculo que agita la vergüenza? La violencia contra las mujeres no ocupa un
lugar destacado entre las preocupaciones de la ciudadanía. Se ignora. Y se
ignora porque está íntimamente soldada a la estructura familiar y relacional en
la que nos hemos construido biográficamente. Como si esta pesadilla fuera la
única forma de lucidez. Y esa violencia, aunque se evidencia, está
invisibilizada como referente público y político. Se publicita, pero no se
interviene en el fondo de las estructuras que la mantienen e incluso la
alientan.
Este Día
Internacional de la Mujer cotiza en la bolsa mundial de las ideas limpias y sostenibles, pero su valor se ha
minorizado. Es más, su valor de combate ha sido vampirizado por el capital
patriarcalizado. ¿Cómo acabar siendo optimista? No es fácil. Porque es
complejo. Desde hace más de doscientos años, el movimiento feminista viene
ofreciendo ciertas claves. Estas pasan por la observación valiente y arriesgada
de la sociedad, por la disección de las relaciones entre hombres y mujeres y
por la reconstrucción de los componentes culturales e ideológicos que las
sustentan. Difícil, pero no imposible. De lo contrario, las duras palabras de
Cioran evidenciarán nuestra indiferencia:
el mal muere únicamente cuando agota su vitalidad.
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