Obra de Juan Carlos mestre |
Hacía tiempo que aquella mujer había hospedado su juventud en el cáñamo de la noche. De hecho respiraba como un susurro atascado en la agonía. Desde hace cinco años Caronte la espera con su barca amarrada a aquella casa de fúnebres fragancias. Cada noche le susurra al oído unos poemas negros que encienden sus ojos obturados por lágrimas heladas. Aquella mujer había sido visitada por el doctor Alzheimer hacía nueve años. Nueve años, como nueve ángeles recitando versos oxidados. Nueve años suspendidos en el calendario, como un ahorcado abandonado al vendaval de los enamorados. Aquella mujer vivía, sí. Pero cada día clamaba ser exterminada con un aerosol de ternura o morir bajo un arcoíris rociado de acuarelas y nenúfares. Pero no podía. O no le dejaban. Aun sabiendo que respiraba al son de una armonía que solo los muertos conocen.
Y no, esta historia no es un cuento gótico. Es pura vida. O pura muerte. Forma parte de la cotidianidad amarga de nuestros trasiegos diarios, es arte y parte de nuestras tragedias familiares. De nuestras derivas y precipicios. Nos tocan. Nos hipotecan. Están ahí al lado. Ladrando como la inmisericorde letanía de los ahogados.
Quizás por esto, porque miles de casos como este reclaman una muerte digna, se ha abierto un proceso para elaborar una Propuesta de Ley que reconozca el derecho de los ciudadanos a morir dignamente. La intención es que la propuesta, presentada por el grupo parlamentario de Unidos Podemos, sea registrada en el Congreso el próximo 23 de febrero. Ya veremos qué pasa y si en realidad, los amantes de la buena vida también lo son de la buena muerte. Porque morir es todavía un derecho a conquistar más allá de la tempestad biológica. Y porque nadie debería confiar en el porvenir del cianuro
Articulo publicado en Diario de Noticias de Navarra
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