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El diablo que enloquece de tristeza


No es un mirar hacia otro lado. No es una falta de entendimiento entre países. No es una cuestión de cuotas. Ni tampoco de juego de intereses enfrentados. No es tampoco una falta de recursos económicos. Tampoco lo es de criterios políticos. No es una cuestión de principios, ni de derechos humanos. No es una cuestión de fronteras. Ni tampoco de alambradas, ni policías que las vigilen. No es una cuestión de guerras arriba o abajo. Ni de las consecuencias derivadas de ellas. Que sí. Lo que verdaderamente estamos viendo es como Europa permite un nuevo holocausto. El de los miles de refugiados que esperan una solución a las puertas de un mundo insensible.  Decir esto es no decir nada. Ya está dicho. Reconocerlo tampoco nos lleva a ningún lado. ¿Evidenciarlo? Quizás. Nombrar este holocausto es admitir que es así. Que Europa, corrompida de escepticismo, juega con la vida y la muerte en sus propias fronteras. Este es  un holocausto encubierto de juego político. Un holocausto que escamotea el sufrimiento, degradado en voluptuosidad, en un juego de superchería política infame y vergonzoso.  No podemos matarlos. Pero ya hay un país que lo está proponiendo. Y si es así, ¿qué queda por hacer? ¿Avergonzarnos? No. Pasar a la acción directa. Nada de ayudas indirectas vía voluntariado. Acción contra los estados. ¿Cómo? No lo sé. Hemos llegado a la madurez de nuestro cinismo y si  supiera qué hacer, más allá de lo innombrable,  no escribiría para recabar respuestas.

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