Pronto hará dos años de la muerte de una de mis mejores amigas. Durante su agonía nocturna, en esas horas en que la consciencia te traiciona con su miedos, me metí en ese cuerpo llamado a desaparecer. Me atrajo el precipio de la muerte. Ví que había una caida considerable, un fondo sin fondo que me atraía. Me pregunté qué pasaría en los instantes que iban a mediar entre el reino de los vivos y los muertos. Y no había nada. Solo un miedo convertido en una atractiva resistencia. Y me acordé de una frase de Céline que decía: "Nada es más terrible que lo que no se ha dicho". Porque en ese instante en que se iba, me hubiera gustado paralizar su caida. Para decirle cosas que se quedaron colgadas de la memoria. Hace poco un familiar me anunció una enfermedad letal. Miro hacia dentro y vuelvo a verme ante el precipio de la ausencia. De lo que se anuncia como finalizado. De un viaje hacia una redención sin rescate posible.
Pienso en ello, ahora que su ausencia cumplirá dos años, y solo sé que, además de brindar por la vida, como casi siempre, deberíamos brindar también por llevarnos mejor con la muerte. Nada fácil. Pero para eso está también la buena literatura, por ejemplo, "Los diarios de Emilio Renzi", de Ricardo Piglia.
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