Mucha gente necesitaba con urgencia hartase de confitura. Porque ya creíamos que quedaba poco tiempo antes que todo nos sepultara. De repente, aquel país de subasteros, acostumbrado a no creer en nada, a aceptar el empujón como norma y la vida como un hecho consumado; se lanzaba cuesta arriba en busca de una nueva esperanza, virtud que llevaba años apretándose el cinturón. Cuando vi a Carmena en el Ayuntamiento de Madrid sentar cátedra ética ante los mayores corruptos del planeta, llamar a las cosas por su nombre, hablar de tú a sus ilustrísimas y pasar del discurso vacuo al real en un lenguaje exquisito pero cercano; creí habitar en un lugar que había vuelto de la oscuridad.
También a esa hora en Pamplona era elegido alcalde un abertzale. Pero el cielo no se rompió, ni las aguas del Arga se abrieron. Incluso el honorable Balduz veía con buenos ojos que Asirón entonase el alirón. Y es que nos habíamos acostumbrado a la negritud de una ciudad tuneada por una derecha encasquillada en la arrogancia excluyente. Ya no creíamos ni en el mañana ni en el pasado mañana. Por eso aquello parecía un sueño mal contado. Así que todo el reino celebró el final de la política de testosterona. Y también el adiós a unas gentes que habían blindado una sociedad perversa creyendo que el mundo era suyo. Gentes que en Valencia, en Madrid, en Cádiz, en A Coruña o en Gasteiz habían hecho de su capa un sayo, que concebían la política como un negocio venal o un ejercicio de sedación pública. De repente, todo aquello convertido en normalidad pornográfica, cambió. Los sueños volvían a entrar por el ojo de una aguja. Y la gente salió a la calle para celebrar, no una revolución, sino que la vida pública volvía a ser habitable.
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