La futura presidenta se concentró con la elegancia que requiere un ritual sagrado. La noche anterior cenó frugalmente y se acostó bajo el efecto onírico de la novela de Saizarbitoria, Hamaika pauso. Se levantó al alba, cuando la luz disecciona los sueños más extraños. Se acicaló y recompuso su cuerpo como un samurái antes del combate. Se sentía entera y verdadera; si bien a la altura del diafragma notó un big bang que explosionaba con cada respiración. Supuso que eran los nervios propios de quien va acceder a un estado de gracia tensionado por noches de vigilia y días de gloria. Mientras se miraba en el espejo retocando las briznas de su fina cabellera, apareció su imagen de años atrás. Sabía que aquella mañana le obligaba a un esfuerzo especial. Pero no más que otras mañanas en las que el combate por la vida le había exigido sobredosis mayores. Ahora se enfrentaba a un poder envenenado que había que purgar con matarratas. Conocía su perversa alquimia fusionada por los mayores corruptos del planeta. Pero creía en su mutación. Todo era cuestión de mezclar las ajustadas dosis de honestidad, sinceridad y sentido del deber. Y ella se sabía la fórmula de carretilla.
Así que aquella mañana de ceremonia, vestida con la elegancia de quien cree que los colores son las extremidades de la luz, quiso beberse la eternidad en un segundo de elipsis. Pero también sintió el miedo; como un perro que estuviera ladrándole a la muerte. Cuando fue llamada para jurar como presidenta de aquella tierra cuya realidad se había sublevado, respiró profundamente. Miró a todos los parlamentarios buscando su aprobación. Algunos le retiraron la mirada, otros sonrieron. Entonces pensó que el corazón colectivo de aquella comunidad volvía a latir de nuevo.
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