Hace tiempo, el primero de mayo ejercía sobre mí un efecto catecumenal y,
hasta cierto punto, fortalecedor de mi conciencia de clase. Viví muchos
primeros de mayo como pequeños recordatorios anuales que me confirmaban mi lugar en el mundo, el que ocupaban los obreros
de mi generación sin más armas ni argumentos vitales que su fuerza de
trabajo. Más aún, una especie de comunión mística se establecía entre toda la
clase obrera. Porque ese día se confirmaba que todavía era posible encontrar un
lugar donde todos nos midiéramos por el mismo rasero.
Yo he cambiado. Y también la sociedad que me rodea, el
mercado en el que vendo mi fuerza de
trabajo y las relaciones laborales y sociales que nos sitúan a un lado o a
otro, no de la barricada, sino del reparto de oportunidades de ser alguien en
el mundo. Porque, pese a ciertas
corrientes filosóficas posmodernas, el trabajo sigue siendo lo que a uno o a una lo identifica, le da sentido, lo
convierte en ciudadano de primera. Uno
tiene ciudadanía plena no por votar, sino por trabajar, por consumir e
intercambiarse valores adquiridos en el mercado laboral y profesional.
Hace veinte años teníamos
un mundo compacto construido gracias al pacto entre el Estado, los
sindicatos y las organizaciones patronales que operaban en una economía
capitalista, parcialmente desmercantilizada en la que los
trabajadores-ciudadanos estaban asegurados frente a la amenaza del mercado.
Pero ahora la sociedad se ha dualizado:
a un lado están las elites
laborales y funcionariales muy cualificadas que gozan de mucha estabilidad y
seguridad junto a autónomos y
liberales muy bien retribuidos. Por la
otra orilla transitan los excluidos del sistema estandarizado y abocados a
sangrantes situaciones de precariedad, deslocalización laboral, e
inestabilidad. Son los esclavos de las etetés y subcontratas, desregulados y
muy eventuales. Y estas situaciones, pese al discurso oficial, son la regla
y la norma.
Los sindicatos se esfuerzan en dotar de sentido a esta
fiesta del trabajo. Pero la realidad demuestra que lo que se celebra es el día
de la exaltación sindical. Porque trabajo, lo que se dice trabajo, ya no existe
ni para celebrarlo. Me gustaría que este primero de mayo los sindicatos se
olvidaran de ellos mismos, de sus clientes fijos y miraran al lado oscuro de la
vida. A esa perra vida que llevan los millones de precarizados laborales y
sociales que no cuentan para nadie. Porque son los sujetos frágiles que mantienen las seguridades de muchos de nosotros.
Este artículo se publicó en Diario de Noticias en mayo de 2003, en vísperas del Primero de Mayo. Han pasado doce años y por encima nos ha pasado un crisis brutal. Quizás hoy abría que añadir el precarias o se ha configurado como muna nueva clase o quizás como la clase por excelencia que configura nuestra sociedad dualidad y fragilidad. Y otra cuestión, se ha roto definitivamente el pacto social, el pacto de estado entre el capital y la mano de obra. La crisis y su reforma laboral han decapitado el mundo del trabajo, a merced de un capital despiadado que apenas tiene resistencias. Y las que tiene, en su mayoría, acaban fagocitadas. Por eso este Primero de Mayo me planteo si lo que hay que celebrar es la fiesta del trabajo o su ausencia de él.
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