Vivo con el ruido trepanándome la sesera cada fin de semana. Y sí, vivo en este Casco Viejo pamplonés convertido en un enjambre de bares gastronómicos, neotabernas de diseño y locales de juevintxo al por mayor. Pareciera que la ciudad se haya vuelto loca. Como si quisiera redimir su crisis a base de lingotazo va, lingotazo viene. Se impone el bar. Como si la ciudad se hubiera abonado a la barra libre de una hostelería tabernaria sin compasión. Cosas de la economía con diarrea y doble tracción.
Y es que el oligopolio hostelero está convirtiendo este viejo barrio en un enorme botellón de diseño auspiciado por un ocio nocturno con ganas de quitarse de encima la mierda del día a día.
No me malinterpreten. No estoy contra los bares. Estoy contra esa actividad hostelera que genera un grave impacto acústico y medioambiental. Aquí vivimos casi doce mil personas. La noche no se hizo para asaltarla y destrozarla, tampoco para convertirla en una berrea salvaje sin compasión vecinal. Y no se trata de conciliar el ocio y el descanso. Porque no se puede conciliar cuando hay desigualdad. Y entre su negocio y mi descanso media una Ordenanza que no se cumple. No me digan que me vaya, que ya sabía de qué iba esto. No. Esta perversión acústica y medioambiental en Europa le dura dos horas a la Comisión europea de Peticiones. Y no me hablen de conciencia ciudadana. A las tres de la madrugada, en la calle San Nicolás, con siete gintonics de más, nadie tiene conciencia. Ni el Dalai Lama. Y sí, usted tiene derecho a sus cubatas en nombre de su libertad personal. Y usted hostelero a hacer su caja. Pero pasando por encima de mis sueños rotos. El miércoles 29, se celebra el Día Internacional de Conciencia sobre el Ruido. Pero aquí apenas se oirá.
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