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Los años


A ciertas alturas de la vida, la edad se convierte en una tara. Todavía no me pasa, pero tengo conocidos que se someten a intensas sesiones de psicoterapia y luego se machacan en el gimnasio. Y es que, a partir de cierto momento, cumplir años es juzgado como un lastre que deberíamos eliminar de nuestro rostro. Conozco gente que sucumbe ante el primer verdugo de  la mañana, el espejo, ese tribunal sin piedad que cada día nos condena como portadores de una adición vergonzosa. Esta época adolescente no concibe cumplir años como un valor añadido, sino como una forma devaluada de estar en el mundo. Porque almacenar años se ha convertido en un fracaso anticipado. En un naufragio personal. Y el mundo del trabajo es un reflejo de ello. Tener más de 40 primaveras  es ser portador de un cúmulo de sospechas. Por eso, negar la edad real se ha convertido en un ejercicio redentor. Y de eso saben mucho ciertas empresas  animadoras del cuerpo y del alma que hacen su agosto alrededor de los años sobrantes. Es tal la presión social en torno a esos años de más, que celebrar cumpleaños,  más allá de cierta edad, nos  incita  a inmolarnos en el altar de la culpa eterna. Y es que, eliminar el lastre  inapropiado que afea nuestro cuerpo solo pretende la transubstanciación  en otro yo diferente y ajeno. Frente a esto, solo queda recuperar la experiencia de vida como elemento consolador. Pero aun así, no podemos evitar mirar recelosos los cuerpos jóvenes y vibrantes. Entonces   comprobamos que  la felicidad  ha emigrado a otras playas. Por eso ni el dinero, ni la posición, ni la estima social redondean su victoria sino es dentro de un reducto corporal hermoso y sin estrías. No obstante, ante esta seducción de la perennidad, me digo que convivir con uno mismo constituye uno de los veredictos más incómodos, pero también más ecuánimes de la existencia. Sé que la eterna batalla es conseguir un yo  libre de estigmas para ocultar los surcos del tiempo,  pero también intuyo que éste es incapaz de reconocer que el futuro es una agonía sin desenlace.



Posdata: Este artículo se publicó en Diario de Noticias en abril de 2003. Han pasado doce años y servidor con ellos. Ni que decir tiene que donde ayer  ponía  cuarenta primaveras hoy  pondría cincuenta y más.  Pero no quitaría ni una coma al artículo, salvo que cada vez veo más gente en los gimnasios, lugares de culto y confesionarios del cuerpo. Y es que hoy uno acumula más culpa por no acudir a las sesiones de gimnasio diarias que por ser infiel a su pareja. Lean en este sentido el espléndido libro de Eva Illouz, "El futuro del alma, la creación de estándares emocionales" (Ed Katz)

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