Durante un trayecto en autobús, mientras la ciudad caía derrotada a los pies de una lluvia intensa y envenenada de grisura, tuve un fogonazo de melancolía. Me acordé de una amiga que no hacía mucho había muerto. Enfrente de mi asiento viajaba un joven mayor, tendría unos cincuenta años. Bajo su gorra calada percibí el acecho inmisericorde y despiadado de la muerte. En el cristal mojado del autobús se reflejó una guadaña amenazante. Sentí un escalofrío por encima del frío reinante. A la altura del cogote me silbaron unos ángeles que me asustaron. El joven viejo me miró, y pareciera disculparse por el peso que llevaba encima. Un peso muerto. La luz se iba apagando y recordé un texto de Vicente Verdú. En su libro "La Ausencia" hay un capítulo dedicado a los que han muerto. Estaba allí, enfrente de mi congoja. Y me volví a acordar de Belén: "Como no hay presencia absoluta del otro, objeto o sujeto, no hay ausencia completa, ni siquiera tras su extinción. Por muy pura y efectiva que sea". Mi amiga estaba allí, transubstanciada en el viejo joven que me miraba. Y volví a acordarme del texto de Verdú: " Como en los solares devastados, la ausencia crea cosmos sin confines y manifiesta, sin darse a conocer, una fuerza superior que abate"
Llegué a mi destino completamente exhausto creyendo en la urgente necesidad de un armisticio con nosotros mismos. Seguía lloviendo, como si el agua quisiera apoderarse de aquella ciudad rendida a una tarde llena de melancolía.
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