Aquella ciudad vivía de las rentas de un pasado glorioso. En
tiempos fue noble, ilustre, leal y no sé cuantas cosas más. Con esos títulos se comió el mundo y durante
algún tiempo se lo puso por montera. Además, por azares de la historia, por su
atesorado provincianismo, amor propio y
buena estrella aliada con el destino en lo universal, estaba muy bien
considerada en el ranking de ciudades modelo. Lo tenía todo porque en tiempos
fue próspera: buena gente, cabezas ilustres, creatividad, rebeldía, naturaleza,
ingenio, riqueza, trabajo, mano de obra importada y una ingente cantidad de
recursos para ser bien gestionada. En fin, una privilegiada. Y de eso
presumía. De ser la primera en calidad
de vida, en renta per capita, en servicios, en zonas verdes, en habitabilidad,
en solidaridad, en piscinas por habitante, en bares, en volumen de reciclaje,
en sociedades, en donantes de sangre y en no sé cuantos indicadores más que la
convertían en la envidia de sus vecinas.
Pero todo esto, si bien era cierto, servía como fachada para ocultar sus
debilidades y perversiones. Las que nunca nombraba. Y ocurrió que, embriagada
de tanto éxito, satisfacción y autocomplacencia, empezó a decaer. El presente
iba ya en otra dirección y aquella ciudad estaba perdiendo el tren de la
historia. Y todo, sin que sus regidores se enteraran. O si se enteraban,
miraban para otro lado.
Poco a poco aquella ciudad se fue
olvidando de sí misma, de su historia, de sus gentes, de ciertos hábitos
saludables muy arraigados y, hasta del latido de su propia alma enterrada en
una plaza, hoy convertida en escombrera. Una especie de aletargamiento la sumió
en una ciudad medieval recién salida de una peste maldita. Y es que la ciudad
era un caos de protestas, rencores, malos aires, disputas, ruinas, encaramientos, hostilidades, malestar
general, descontentos, retos, desaciertos, envidias, alteraciones,
provocaciones y, en general de una forma de vivir insana. Aquella ciudad estaba
perdiendo cordura y por ella fluían vientos contaminados. Mucha gente huyó
cansada de tanto desacierto y mala baba. Aquella ciudad ya no era moderna,
aunque sus autoridades se empeñaran en vestirla como tal. Ahora la ciudad se
miraba agotada por un exceso de confianza en los sueños. Mientras tanto, sus regidores,
en tiempos unidos al pueblo por un fino hilo de oro, tejían sogas de cáñamo
para saldar cuentas con la historia.
Posdata: este artículo se escribió en junio de 2002 y fue publicado en Noticias de Navarra. Quiso ser un homenaje a una ciudad que se dejó enterrar para siempre en la memoria de la historia que se convirtió en un aparcamiento subterráneo. La Plaza del Castillo, escaparate de la Pamplona más provinciana, se convirtió en una barricada que quiso frenar su desahucio urbanístico. Eso entre otras cosas. Hoy la ciudad, su parte vieja especialmente, es un parque temático donde la hostelería ha codificado los hábitos ciudadanos en clave de grados de alcohol, sobre todo los nocturnos con el consiguiente desgaste vecinal. Especialmente su sueño.
Por lo demás, la ciudad sigue embarrancada en malas prácticas. Y no es que uno trate de ver las cosas desde el lado oscuro de la vida, es que la vida, a nada que la recorras, se muestra gris, como en esta Ramplona que solo espera, más que nunca, un cambio de rumbo.
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