La hora cero. Si pueden vean esto. Si les va lo negro de altura, no cualquier negro. Género, ficción, novela, a eso voy. Tomen nota: un grupo de sicarios mandados por La Parca, un elemento de cuidado que se hace tatuar el nombre de sus víctimas, toma al asalto un hospital público para que atiendan a una mujer embarazada a la que han herido de bala. Todo va a una velocidad que te deja sin resuello. Uno parece que está asistiendo a un documental, pero no. Ellos, los actores son así. Pura vida, o mala vida en la época de Chaves, pues la película está rodada en Caracas. Diego Velasco, su director nos muestra la dureza de una sociedad capitaneada por licenciados de la exclusión social que deambulan entre la violencia, el miedo, la desesperación y el descenso a los infiernos.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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