Comienza la cuenta atrás de un mes que impone la felicidad por decreto; aunque cuarto y mitad del país se hunda en ciénaga de la adversidad. Así que, a falta de un plan de rescate de casi once millones de pobres, nada mejor que seguir creyendo en la lotería como vía de escape ante esta bancarrota suicida. Este año, el anuncio oficial de la lotería tira del sadvertising, esa publicidad que trata de hundirte en la melancolía como forma de liberación y consumo. Es el gobierno de las emociones. Porque no hay nada mejor que sentimentalizar un mundo que se escapa por las alcantarillas de la falsedad.
Antonio, un camarero de aspecto bonachón escarba en esa zona opaca cercana al hipotálamo, el territorio donde la melancolía es la reina de la noche. Al son del lacrimógeno Glacier, de James Vincent McMorrow, Ma . nu, el vecino del barrio que olvidó comprar el décimo en el bar de Antonio, se derrite ante el sobre que contiene el décimo premiado y guardado en señal de solidaridad de fiel cliente. El cruce de miradas vidriosas entre Antonio y Manu es un reventón de melancolía que nos hace olvidar de un plumazo cualquier responsabilidad política ante la adversidad. En esa mirada explota un mundo de emociones que sentencia que la vida es eso, solo un golpe de suerte. El anuncio funciona en el imaginario social como la mejor reproducción solidaria entre iguales ante el infortunio. Si quienes rigen nuestros destinos han logrado que interioricemos la autogobernanza frente la crisis, nada mejor que seguir apelando a la sensibilidad individual frente al desgarro social y político que padecemos. Porque quizás la soledad es lo único que queda por perder
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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