La lotería de Navidad juega fuerte en sus campañas publicitarias. Generalmente, sus diseñadores, van a la médula espinal de cualquier órgano que se ponga por delante. Dinero en abundancia rima bien con la descomposición neuronal del personal. Así que si el año pasado quisieron hacernos extranjeros vía Campofrío, este año toca movernos esa zona opaca cercana al hipotálamo, en ese territorio donde la melancolía es la reina de la noche.
Si esta sociedad, o quien sea, ha logrado que interioricemos la autogobernanza y la autogestión ante la crisis, nada mejor que seguir apelando a la sensibilidad individual para que no se note el desgarro social que impregna la vida real de la gente.
Manu, el vecino que se olvidó de comprar el décimo en el bar de Antonio, se derrite ante el sobre que contiene el décimo premiado y guardado en señal de solidaridad de buen cliente y de vecino sensato.
El cruce de miradas, del camarero y Manu, es un reventón de melancolía que nos hace olvidar de un plumazo cualquier responsabilidad, cualquier castigo, cualquier mal rollo. La lotería, el juego, tentar a la fortuna, sigue siendo la vía más rápida para olvidarnos que la vida se rige por algo más que golpes de suerte. Y este anuncio funciona en el imaginario social como una reproducción solidaria entre iguales ante la adversidad.
Este año, la loteria echa mano del sadvertising, esas publicidad que trata de hundirte en la melancolía como forma de movilización y consumo. Nada mejor que sentimentalizar un mundo que se escapa por las alcantarillas de la falsedad.
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