Ya las chicharras anunciaban un sopor vespertino que sólo se soportaba
al lado de un daiquiri. Por las noches algunas calles no cerraban, ocupadas por
cientos de púberes encabritados en busca de su primera iniciación
sexo-alcohólica. Tras los balcones,
abiertos de par en par, se oía el fulgor
de algunas pasiones que el invierno
había adormecido. La tierra olía a hierbabuena y el sol de las mañanas maceraba
los cuerpos de los pocos obreros en camiseta que aún se veían. Por las tardes ya venteaba a fiesta y
sangre y el sol recalentaba la
sesera de los exploradores en busca de las primeras rebajas de aquel gran almacén donde siempre era
primavera. Cuando declinaban los rayos, las terrazas se vestían con las sedas
de la modernidad y desde allí, con la mesa repleta de cervezas frías y algunas
raciones de calamares fritos, uno podía contemplar el mejor zoológico de la ciudad varada en su propia
indolencia. Algunos ancianos de cuerpo
mortificado y mirada invertebrada
dormitaban a la sombra de los tilos en busca de la última redención, esa que te
convierte en inmortal porque sólo tú eres la posteridad de ti mismo. Las huertas que
sobrevivían en aquella capital de provincia sometida al inmovilismo de una jauría de raperos de derechas, ya
exportaban berenjenas de un púrpura
intenso, lechugas radiantes como la dentadura de los jóvenes escualos de algunos bancos,
tomates de un rojo intensísimo como el corazón de algunos asesinos y
calabacines con una piel tersa y suave como el cutis de las quinceañeras en
celo. Con todo aquello se podía hacer un
gazpacho cuyo sabor estallaba formando
miles de cuerpos celestes en la bóveda
del paladar. Es en este tiempo laxo y suspendido en la inmensidad de la nada por
hacer, cuando puedes leer cualquier
poema de Brines mientras preparas unos pimientos asados. Si así lo decides
vierte sobre ellos, entre verso y verso, un chorro de aceite de oliva de primera prensada de Lerín y deja que todo
ello te llegue al alma. Solo así te
podrás sentir un gran poeta, pasión que nunca compartirán contigo algunos asesinos, aunque muchas veces su
macabra faena sea una obra de arte. En este tiempo, algunas reinas de Saba
pasean desafiantes por las calles su
belleza de ébano mostrando sin piedad un
cuerpo inabordable. De su mano cuelga
embobado algún banquero condenado por corrupción que ha depositado entre sus senos su inmensa
fortuna para gastársela lentamente. También se dejan ver con más intensidad
algunos políticos descorbatados que confunden la gastroenteritis con los
problemas de la patria. Es tiempo ya de fiestas de santos y patronas. Y una
multitud amparada en la tradición goza de barra libre para descuartizar toros,
gansos y cabras blindados por el valor
de la costumbre. Pero una cosa es
cierta, el ambiente encabronado y la intriga que impera en la ciudad durante el
invierno, esa que hace que todos nos sintamos culpables de algo; llegadas estas
fechas se serena, como el monje que se
nutre solo de renuncias. No así la edad.
Y es que ahora, a la luz de un sol cegador, algunos nos sentimos invisibles. No
es que no puedan percibirte. Lo grave es que ya nadie quiere mirarte, pese a
que tu piel dorada trate de ocultar los estragos de un tiempo
inmisericorde. También por estas fechas mi amigo prepara su viaje
anual. Cada año huye de si mismo en busca de un lugar inexplorado, tal vez
hacia la profundidad de un mar generoso que aún ofrece atunes cuya carne podrás preparar con un simple refrito de cebolla salteada y ofrecerlo a tus amigos.
¡Ah, la amistad ¡ Deja toda tu fuerza para ese día de julio que, transportado
por un carro de fuego, divisarás un horizonte enrojecido como el corazón de una
sandia. Al abrirla estallará en tus manos la exaltación de una amistad jubilosa
que durante el año, el orgullo y la pereza han decapitado. Mientras esto ocurra, podrás
soportar que tu alma, serena y limpia como las sábanas blancas que se airean en
las balconadas abiertas al mar, se restituya tras una siesta infinita. Y desde
la profundidad de ese sueño renovarás el compromiso con tu vida. Para que nadie
llore por los días perdidos, ni para arrepentirnos por los goces sacrificados,
ni siquiera por la implacable huida de
los amores sufridos. Porque la madurez consiste en secarnos con la
dignidad de un patanegra. No olvides tampoco en este tiempo flojo y relajado
algunas lecturas: una de Juan José Millas, dos de Danilo Kis y tres de James Salter. Y cuando al final
viajes, aventúrate a pasear por esos
parajes en que se han celebrado las más brutales batallas. Los héroes están
enterrados allí después de haber soportado una gran tormenta. Allí están para
excavar con sus uñas el fondo de futuro.
Es verano. Entre baño y baño el salitre marcará en tu cuerpo la resaca de la
eternidad y la señal inquebrantable de una quietud fulgurante. Es verano y cada
día de esta estación es una descarga de inmortalidad.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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