El todavía Príncipe, llamó a los republicanos e
independentistas del Congreso: Uxue Barcos, Sabino Cuadra, Tarda y Bosch, y les
invitó a cenar en una tasca de mala muerte del Madrid de los Austrias. Él se lo
tomó como una despedida de soltero. Ellos como una confesión de urgencia. Entre
callos, calamares y vino peleón, la cosa se fue animando hasta que los
independentistas se soltaron la sinhueso. El Príncipe se mostró cauto y
receptivo. Días atrás, el Congreso cosechó intervenciones de largo recorrido a cargo de secesionistas y antimonárquicos. Ahora estaban frente al poder real. Mano a mano. Y se cruzaron palabras mayores que el Príncipe ya había oído a escondidas. A los postres, el Príncipe les dijo: hay tiempo para todo en este
reino de España que quiero inaugurar el jueves. Eso si La Roja, no se destiñe antes.
Llegó el jueves 19 de junio, el sol ardiente había
convertido los leones del Congreso en corderos al chilindrón. Sus señorías con
las mejores galas se precipitaban en busca de sus escaños. La solemnidad era
absoluta. La pompa y el boato que pedía la ultraderecha para la ocasión
encajaban a la perfección en aquel
escenario de fantasía retrógrada. El presidente del Congreso dio paso a la
ceremonia de la Coronación y Felipe, todavía afectado por la noche anterior
dijo: Señorías: es para mi un honor renunciar a esta Corona en nombre de un
pueblo plural al que no quiero traicionar ni usurpar su derecho a decidir. Señorías, ruego solemnemente que se
articule un procedimiento para la celebración de un referéndum sobre la forma
de gobierno de este todavía reino de España. Felipe bajó del estrado entre los
aplausos unánimes de sus cuatro compañeros de cena mientras el resto de parlamentarios preparados al efecto para la escenificación de la Coro Nación, enmudecían.
La princesa Leticia guiñó el ojo a Felipe y ambos salieron por la puerta
trasera del Congreso camino de Estoril, en la costa portuguesa.
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