En aquel viejo reino foral había sacerdotes que, mientras con una mano daban la absolución con suma elegancia, con la otra eran capaces de envenenar a sus confesados. Y había teólogos laicos que comían caliente gracias a los pecados que trataban de censurar. Había jueces y magistrados de toga negra entre cuyos pliegues escondían una navaja toledana y una vara de medir de doble rasero. Había también comerciantes y especuladores que habían hecho fortuna en despachos presididos por la imagen del Corazón de Jesús y la Virgen de Ujué. Había políticos analfabetos que lucían una hilera de dientes plateados dispuestos a dar una dentellada en el cuello de sus enemigos. Y había también constructores enriquecidos revendiendo solares y arreando golpes bajos a la Bolsa. Lo habían hecho siempre y ahora no sabían que hacer. Había periodistas y profetas que se excitaban anunciando nuevas desgracias y policías que hacían redadas en los bajos de las bibliotecas y museos de la ciudad. Había talibanes disfrazados de harecrismas y también enseñantes, gentes de la cultura oficial y doctores afiliados a la Legión de María, una secta en la que sus leguleyos siguen el régimen del limón con yogurt y no fuman, pero se lavan la boca sin quitarse la navaja que lucen entre sus dientes. Ejercen una santidad conmovedora. Piensan más en la resurrección del alma que en la justicia social. Y todo sin inquietarse. Así eran las cosas en este reino foral que había perdido el sentido del deber y del poder. Y es que esos marchantes, habían retorcido las enseñanzas de Maquiavelo hasta el punto que, en el fondo de sus braguetas, el poder enquistado superaba con creces todos los votos que los electores, confiadamente, habían depositado en las instituciones. Entre viejas glorias de derechas y socialistas en bancarrota moral, habían manejado el poder a su imagen y semejanza. Tanto que la moral se había refugiado en las alcantarillas y ciénagas de las ciudades. Todo parecía indicar que las cosas iban a seguir igual por los siglos de los siglos. No obstante un oráculo griego anunció a un mensajero: Cuando este tiempo se transforme y lleguen otros profetas, podrás confiar de nuevo en cambiar el rumbo del mundo.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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