Verán, el juego consiste en lo siguiente: usted tiene unos amigos a los que complacer porque usted les debe ciertos favores. Usted está en deuda con ellos porque ellos le ayudaron a usted a gobernar su Comunidad. Le favorecieron con sus votos, sus influencias y ciertos auxilios. Vamos, que le auparon al poder. Y usted, ahora que lo tiene, les quiere recompensar. La gran mayoría de esos amigos son constructores, banqueros, traficantes de contratos y tiburones de empresa de afilada dentadura. Un día, esas gentes creyeron, como usted, que era imprescindible construir un pantano. Y se hizo. Pese a las protestas e informes que dudaban de su necesidad y viabilidad. Ese pantano ahora produce agua. Y ese agua hay que llevarla a algún sitio; justificar su uso. Entonces, esos amigos, otra vez, le dijeron que usted debía hacer un canal para hacer llegar ese agua a su sitio. Aunque en ese sitio no hiciese falta agua, ni hubiera terrenos sedientos, ni explotaciones necesitadas de riego. Pero sus amigos insistieron. Y usted se inventó la necesidad. Y se fue a Lerín. A decirles a los hortelanos de toda la vida que el Canal de Navarra arreglaría y regaría sus penas. Que vivirían mejor. Que tendrían agua. Por fin. A ellos, que la llevan cogiendo del Ega toda la vida. Y casi gratis. A ellos, que se han apañado bien, que no tienen tanta necesidad de agua, ni grandes explotaciones agrícolas que regar. Porque la mayoría son hortelanos más que latifundistas. Entonces, los de Lerín, que no son tontos, hicieron cuentas. Y comprendieron el engaño. Si aceptan la oferta tendrán que endeudarse, abandonar sus usos tradicionales de riego y pagar el agua a doblón. Y los de Lerín no son tontos.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
Comentarios
Publicar un comentario